Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 49)

Dos guardias municipales en una fotografía de 1890.

Dos guardias municipales en una fotografía de 1890.

Desde primeras horas de la mañana, los guardias –siguiendo las órdenes de su sargento– habían pasado a Jacobo desde el calabozo a una habitación estrecha y larga. Llevaba allí un largo rato cuando oyó la orden que, a voz en grito, daba el sargento:

–Romero, tráeme al chulo ese que se dice marqués, que voy a interrogarlo… Y ponle grilletes.

Rápidamente, el guardia se dirigió a la habitación que ocupaba Jacobo. Con cara de estar pasando un mal rato, lo esposó –aunque sin apretar demasiado los grilletes-, y lo condujo por un pasillo hasta una puerta en cuyo dintel se leía “Sargento”. Llamó con los nudillos y, sin esperar contestación, abrió e hizo pasar al detenido.

Jacobo sentía una profunda indignación, pero se dijo que debía mantener la compostura para no darle otra satisfacción más a aquél miserable. Compuso el semblante más tranquilo que pudo.

Detrás de una mesa destartalada se sentaba el sargento; a su lado, otro guardia con una máquina de escribir delante. Los dos vestían el uniforme de la Guardia Municipal: terno oscuro, sombrero de hongo y, en la cintura, una correa para albergar el sable. Los de ambos descansaban en ese momento sobre la mesa. Era evidente que el sargento pretendía amilanar a su detenido todo lo que fuera posible.

Delante de la mesa había una silla, pero el sargento no invitó a Jacobo a sentarse en ella.

Dibujó una sonrisa de hiena, pero Jacobo sabía que también ese gesto era parte de la pantomima urdida contra él y no se dejó impresionar.

El sargento era un hombre rechoncho, con ojos tan pequeños que tenían más de ombligos que de ojos. Lucía la mirada torcida del que se desenvuelve cada día entre la gente del hampa y conoce todos sus secretos. Ocultaba su calva con un torpe postizo. Sin saber por qué, a Jacobo se le vino de pronto a la cabeza El tabardillo. Se lo imaginó dirigiéndose a aquel hombre y diciéndole con guasa: “Qué buen peluquín, sargento; ni se le nota”.

Sonrió ante aquella imagen y el sargento dijo en tono irritado:

–¿Qué, todavía tiene ganas de broma? Si vuelve a reírse le tengo un mes más en el calabozo.

Jacobo se sorprendió de su propia serenidad.

–Al cabo de ese mes –contestó–tendría usted que presentarme ante el juez, y entonces yo gastaría toda mi fortuna en hacer que pasara diez años en la cárcel, por prevaricación.

El sargento imaginaba que a Jacobo le iba a faltar entereza y se quedó desconcertado ante aquella respuesta. Su compañero se dio cuenta y sonrió. Al percibirlo, el sargento sintió una sacudida de furia.

–Ya me dijo el hijo del conde de Henestrosa –le gritó– que era usted un chulo. Pues sepa que yo desayuno cada día una tostada de chulos.

–Vaya –respondió Jacobo mirándole serenamente a los ojos–, no va a estar usted en la celda solo, sino que lo acompañará la flor y nata de la ciudad. Ya le oí contar lo bien que le había ido la jornada de caza en la finca de su padre… Por cierto, quiero que esté presente en mi declaración mi abogado, don Rafael Gaztelu.

El sargento volvió a sentirse desconcertado de la respuesta de Jacobo. Normalmente, aquellos detenidos sin antecedentes a quienes tenía más de un día en el calabozo se entregaban a su voluntad y reconocían cualquier cosa de la que él les acusara; por eso no se esperaba que ese joven, que –según su ficha policial– no había estado nunca ni en la cárcel ni detenido, mantuviera una actitud de tanta determinación y aplomo.

Con palpable nerviosismo contestó:

–Por ahora no hace falta que le asista ningún abogado.

Se dirigió después al guardia:

–Vamos a pasar por alto las amenazas del detenido, porque tres días aquí desquician a cualquiera. Escribe: “Teniendo ante la presencia del instructor, que efectivamente instruye, al detenido se le informa de que lo ha sido por haber cometido… No, espera –corrigió–, escribe: por haber cometido muy flagrantemente y sin ningún género de duda, a juicio del instructor que efectivamente instruye, el delito del artículo 345 del vigente Código Penal de 1870, que, en concreto –y abrió el código que tenía sobre la mesa por el lugar señalado– dice… Abre comillas: el que usare y públicamente se atribuyere títulos de nobleza que no le pertenecieran… Cierra comilla. ¿Has escrito ya lo que te he dictado?

–Mi sargento, eso es imposible –respondió el guardia–. Está usted muy nervioso y habla como una ametralladora. O va usted más despacio o el acta de declaración no va a haber quien la entienda. Espere que voy a escribir lo que me ha dictado.

El sargento encendió un cigarro, mientras el guardia escribía. Poco después, éste le hizo una indicación de que podía seguir con el interrogatorio. El sargento continuó:

–Preguntado para que reconozca que se ha atribuido el título de marqués de Fuentes, tanto en escritura notarial como verbalmente en lugares públicos, manifiesta…

Miró a Jacobo, que se dirigió al guardia diciéndole en tono firme:

–Guardia, haga el favor de escribir literalmente lo que voy a decir: “Manifiesta que no tiene nada que decir al instructor que efectivamente instruye, y que ha sido detenido ilegalmente y sin causa alguna, lo que demostrará”.

–No, no pongas eso de “ilegalmente y sin causa alguna” –gritó el sargento al guardia–.–Pues entonces –respondió Jacobo– no firmaré ninguna declaración, y cuando el juez me pregunte la razón le contaré que usted se negaba a recoger lo que yo quería declarar… Como también denunciaré que se negó a que mi abogado estuviera presente.

El sargento dudó y dijo dirigiéndose a su compañero:

-Bueno, escribe eso, pero anteponiendo: “a juicio del declarante”.

–Si no escribe literalmente lo que yo dicte –insistió Jacobo–, no firmaré la declaración.El sargento se recolocó el peluquín que se le había ladeado con la irritación y dijo:

–Escribe lo que el chulo este te dicte.

Eran las diez de la noche cuando Jacobo fue conducido de nuevo a su celda. Romero le dijo que estaba previsto su traslado al juzgado para la mañana del día siguiente.

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