Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 21. Parte I)

Sir Francis Drake (1543-1596), el más famoso corsario inglés. Pirata para los españoles, héroe para los ingleses.

Sir Francis Drake (1543-1596), el más famoso corsario inglés. Pirata para los españoles, héroe para los ingleses.

El conde de Henestrosa apareció a media mañana por los escritorios de la bodega del marqués. Entró y, sin hacerse avisar, subió las escaleras.

En cuanto lo vio, el secretario del marqués salió a recibirlo:

–Señor conde, qué alegría verlo por aquí. Tendrá que esperar un poquito, porque acaba de entrar una visita importante. Unos clientes de Venezuela que…

–No se preocupe. Esperaré aquí en la antesala. ¿Tiene el periódico?

–Claro. Y también acaba de llegar de Londres el News Illustrated. Si desea leerlo se lo hago subir ahora mismo.

–Por supuesto. Lo prefiero.

Unos minutos después, un botones ponía en manos del conde aquella revista de tamaño tan poco manejable.

El conde se dedicó a ojear, antes que nada, las magníficas litografías. La de la página central representaba un barco inglés abordando otro, holandés. Al pie se decía que el holandés iba cargado de opio. La noticia explicaba que unos años antes se había constituido la compañía pública británica British North Borneo Company, a la que el gobierno inglés había autorizado la plantación de opio en Borneo con la finalidad de venderlo en el inagotable mercado chino: el diez por ciento de su enorme población era opiómana. Los ingleses no querían competencia en la venta de la droga y por eso habían apresado aquel barco extranjero.“Estos ingleses llevan la piratería en la sangre”, se dijo, recordando que fue su abuelo quien tuvo la idea de que los mercantes que cargaban vino destinado a su venta en Europa, navegaran bajo pabellón sueco para evitar las pillerías de los corsarios ingleses.

Recordaba bien la historia porque su padre la repetía en cuanto encontraba un interlocutor a quien no se la hubiera contado antes: a principios del siglo, cuando la guerra anglo-española, corsarios ingleses adquirieron la costumbre de apostar sus barcos frente a la costa, en alta mar, a la espera de que salieran de puerto navíos españoles cargados de vino. Las leyes corsarias les autorizaban a abordar la nave, examinar su documentación y, si no era aliada o neutral, apresarla y llevarla a un puerto inglés con el fin de vender su carga. La tripulación del barco corsario tenía derecho a una parte del precio obtenido.

Eran tan perseverantes y codiciosos los ingleses en la espera, que era raro el barco que llegaba incólume a su puerto de destino, por lo que el quebranto económico de los bodegueros era ya gravísimo. Fue el abuelo del conde –de origen humilde, pero que hizo tan gran fortuna que el entonces conde de Henestrosa no tuvo reparo en casar a su primogénito con la hija de aquel advenedizo– a quien se le ocurrió la idea de matricular en un país neutral los barcos españoles que cargaban sus vinos. Pensó que debía ser uno del norte de Europa, eligiendo al final Suecia por tratarse de la mayor potencia naval de la zona.

Su idea fue un éxito. Tan pronto era abordado uno de aquellos barcos españoles, aunque de bandera sueca, la tripulación no atendía ninguna de las órdenes que los ingleses les daban en español, simulando no entender la lengua.

Con esta estrategia se liberaron los bodegueros de un enemigo terrible y consiguieron que sus vinos llegaran con bien a los puertos de destino. Pronto imitaron la idea exportadores de otros productos, y tanto se generalizó en España la práctica, que empezó a decirse que “se hacía el sueco” aquel que simulaba no oír o entender lo que se le decía o que no se daba por aludido en cosas que obviamente le afectaban.

El conde sonrió, sintiéndose orgulloso de la inteligencia y la viveza de su abuelo.

En ese momento se oyeron unas voces y se abrió la puerta del despacho del marqués. Aparecieron varios caballeros, que hablaban con meloso acento sudamericano.

–Acompaño a estos señores a la puerta y enseguida estoy contigo –dijo el marqués, dirigiéndose al conde–.Pidió a su secretario que le sirvieran una copa de amontillado y unas almendras, y él bajó las escaleras junto con sus visitantes.

Unos minutos después volvía a su despacho.

–¿A qué se debe esta alegría de tu visita?– preguntó–.

–A rematar lo que llevamos planeando desde hace más de veinte años –contestó el conde–. Como te dije el mes pasado, creo que ha llegado el momento de que nuestros hijos se casen.

El marqués se acercó a la ventana y dirigió su mirada a la calle, en ese momento vacía. Era consciente de que el compromiso ciertamente existía desde el nacimiento de su hija, pero cuando lo contrajo podía imaginar que el hijo de aquel que todo el mundo conocía como ‘El Caribe’ tendría sus mismos prontos y fuera, como él, un bebedor empedernido, pero lo que nunca se le pasó por la cabeza, conociendo la inteligencia viva del padre, es que fuera un completo botarate. Corría además el chisme de que llevaba una vida licenciosa, que –por miedo al poder del padre– nadie se atrevía, no ya a denunciar, sino incluso a criticar públicamente.

–No sé. Yo veo a Mencía todavía muy joven para casarse –contestó–.

–Tonterías. Con la edad de tu hija ya había nacido José. Y eso que mi mujer tuvo dos abortos antes de su parto.

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