Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 24. Parte II)

Lecturas contra el coronavirus

Fuente en la Isla Margarita de Budapest.
Fuente en la Isla Margarita de Budapest.

01 de mayo 2020 - 06:02

Farinelli y él devolvieron el saludo con idéntica cortesía, aunque Jacobo se sintió un patán por no haber podido corresponder a su saludo en alemán, como hizo su maestro.

Todos entraron después en el palacio. Giovanna del brazo del sobrino del conde, que se había apresurado a ofrecérselo para subir los escalones que daban acceso a la enorme puerta entrada.

Siguiendo las indicaciones del conde, un criado condujo a Farinelli y Giovanna a sus habitaciones; otro, a Jacobo hasta la suya. “La cena será informal, señor” dijo antes de despedirse.

Jacobo no entendió muy bien aquel “informal”, pero supuso que quería decir que no tendría que llevar frac, como había visto que vestían los caballeros en algunas de las grandes cenas de Farinelli. Se alegró porque él no tenía ninguno.

La habitación era muy amplia, con una cama con dosel de damasco gris perla en el centro. De la misma tela se habían confeccionado los cortinajes. Cuando Jacobo se asomó al balcón vio reflejada en el agua del lago, como en un espejo tintado de azul noche, un perfil de montañas y pueblos.

Estaba vistiéndose con el esmoquin que se había comprado en Roma para la ocasión, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Abrió y allí, con una sonrisa abierta como una pelota rajada y pisada, apareció Ferretti. Vestía un esmoquin cruzado que le quedaba demasiado holgado.

–Qué alegría verte –dijo Ferretti, a la vez que le daba un abrazo–. Esta familia es excepcional. Qué cariñosos conmigo y con mis obreros el conde y la condesa. Ayer terminamos de montar las estructuras de aluminio y no solo se quedaron encantados con la luminosidad que dan a las fuentes, sino que me pagaron enseguida la factura que les pasé… Y eso que era una suma bien gorda… Con el único que he tenido problemas es con el afinador de fuentes del conde. Un hombre muy desagradable… Y eso que es también italiano, de Rimini.

–¿Problemas? ¿Qué quieres decir? –preguntó Jacobo extrañado–.

–Cuando llegué a esta casa, me recibió el conde. Después de hablar un momento conmigo sobre el artilugio de aluminio, hizo llamar a su afinador de fuentes para indicarle que se pusiese a mis órdenes en todo lo que necesitara para su instalación. Él asintió amablemente y me acompañó hasta las fuentes, pero cuando le expliqué lo que íbamos a hacer con aquellos tubos y que producirían melodías se le cambió la cara. Empezó a despotricar contra él y poco a poco se fue encendiendo hasta dar gritos tan exagerados que hizo que se acercara el jefe de los guardas de caza, creyendo que estaban agrediendo a alguien.

–¿Pero qué criticaba exactamente? – interrogó Jacobo, sorprendido–.

–Para que te hagas una idea de lo que piensa de tu invento te diré que lo llama “juguetito”. Dice que cuando esté instalado la fuente habrá dejado de serlo, porque ya no sonará con la melodía del agua, que es lo propio de una fuente, sino a otra cosa: trompeta, trombón, flauta… Le respondí que en la fuente solo sonaría música cuando el artilugio se dispusiera para ello, pero que entretanto sus chorros seguirían reproduciendo la melodía que él había dispuesto. No sirvió de nada: se fue hacia la casa indignado y lanzando insultos contra tu invento y contra mí. Fíjate contra mí… como si yo no fuera más que un mandado, alguien contratado para hacer un trabajo… Igual que él. El caso es que volvió al rato con la misma irritación con la que se fue y me dijo con desprecio: “Habéis liado bien al señor conde… Tú y el que te paga a ti. Su señoría me ha dicho que ese esperpento se va a instalar en mis –y recalcó el mis– fuentes, sea yo su afinador o no, que decida lo que me conviene… No ha querido atender a ninguno de los razonamientos que le he dado para convencerle de que ese juguetito que vais a instalar es un insulto tanto para las fuentes como para mi oficio. Así que dime lo que tienen que hacer los jardineros para que les dé instrucciones, porque yo no voy a participar en este mamarracho”.

–¿Qué le respondiste?

–Nada. Me pareció que sería peor empezar a discutir con él y me limité a explicar lo que debían hacer los jardineros. Se dio media vuelta, habló con ellos gesticulando mucho, y volvió a marcharse hacia la casa… Bueno, tengo que admitir que una puya sí le solté: le dije que quien me pagaba era su amo. Se le subió algo a la cara que me asustó, pero no dijo nada… Quitando lo de “cabrón, hijo de puta”, claro.

Ambos soltaron una carcajada. Jacobo le dijo:

–Hiciste bien. Ahora perdóname, pero tengo que terminar de arreglarme para la cena.

Ferretti contestó:

–Por supuesto. Ya ves –y se señaló el esmoquin– que yo también estoy invitado. Como nunca me pude imaginar esta invitación no traje esmoquin, pero el conde me ha prestado este… Espero que la cena termine pronto porque mañana salimos de madrugada hacia Budapest. Aunque tengo mis dudas: comiendo Farinelli no creo que ninguna comida sea breve.

Dio media vuelta y se fue riendo estruendosamente de su gracia. Jacobo sonrió: no tenía que decir Ferretti que el esmoquin era prestado porque le arrastraban los pantalones por debajo del zapato.

Cuando Jacobo llegó al comedor, justo a la hora indicada, ya estaban allí el conde y la condesa.

El conde le estrechó la mano, mientras decía:

–Mária, querida, este joven es Jacobo, nuestro estimado inventor.

–Mucho gusto en conocerte –respondió ella alargándole la mano–. El conde me ha contado que haces algo prodigioso de las fuentes.

Jacobo no sabía si debía de hacer simplemente el amago de besarla, como había visto hacer a Farinelli con las damas, o estrecharla. Decidió asir aquella fina mano y acercársela a la boca, aunque sin llegar a rozarla con los labios.

–Un honor, señora condesa –respondió–.

La condesa se lo quedó mirando fijamente. “La factura del esmoquin es horrible, pero él es tan guapo que ni se nota. Los hoyuelos que se le han formado en las mejillas serían una tentación… si yo tuviera treinta años menos”, se dijo.

Llegó Ferretti y al poco se oyeron fuera, por el pasillo, unos fuertes resoplidos:

–Ya llega Farinelli –dijo el conde riendo–.

La condesa anticipó a sus invitados que, como era muy tarde, la comida sería más bien sobria.

Tras los postres, el conde pidió a los caballeros que se retiraran a la sala de fumar para disfrutar de unos habanos y tomar un brandy. Ferretti se excusó diciendo que tenía que levantarse de madrugada. Dieter, Farinelli y Jacobo siguieron al anfitrión. Entretanto, la condesa y Giovanna, se dirigieron a una salita decorada en oro y terciopelo rojo.

Giovanna ofreció su brazo a la condesa y ella lo aceptó con una sonrisa. Entraron y se sentaron en un sofá.

La condesa miró a Giovanna y soltó como una flecha:

–Muy guapo nuestro inventor, ¿verdad, querida?... Ya me he fijado en cómo lo miras, pero no puedo reprocharte nada. En cuanto lo he visto reírse y han aparecido en su cara esos hoyuelos, me he dicho: ¡Quién tuviera treinta años menos!

Giovanna se puso colorada.

–Condesa… –dijo-.

–Llámame Mária, querida –le interrumpió ella–.

–Bien, Mária. Le confesaré la verdad: solo soy feliz del todo cuando estoy con él.

La condesa no hizo ningún gesto de sorpresa, simplemente preguntó:

–¿Lo sabe o se lo imagina tu esposo?

–Fue idea de él. Me explicó que no quería que yo renunciara para siempre al placer, siendo aún joven; y que para él no hay amor verdadero en el marido que exige renuncias a su mujer; como tampoco hay infidelidad en la mujer que, entre los brazos de otro, piensa en su marido… Empezó después a darme razones de estas ideas, hasta que terminó afirmando que, en el fondo, el amor de una pareja consiste nada más que en envejecer juntos cogidos de la mano; y que nada tienen que ver con el amor la lealtad y –así me lo dijo literalmente– otras crueldades parecidas.

La condesa se la quedó mirando y respondió mientras le apretaba la mano:

–Extraña teoría la de tu marido. Extraña y –permíteme que te lo diga de manera tan cruda– absolutamente cínica… Aunque, sobre todo –dijo sonriendo–, absolutamente equivocada: conociendo a ese joven, lo de pensar en tu marido mientras estás en sus brazos no debe de ser tarea fácil.

–Desde luego –replicó Giovanna–. Nunca lo he conseguido.

Sus palabras sonaron con un poso triste, lo que hizo que la condesa le apretara aun con más fuerza la mano.

–¿Estás enamorada de él? –le preguntó–.

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