Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 26. Parte II)

Lecturas contra el coronavirus

El compositor ruso Mili Balákirev (1837-1910).
El compositor ruso Mili Balákirev (1837-1910).

03 de mayo 2020 - 08:49

Al día siguiente se levantaron todos temprano. El desayuno fue largo porque Farinelli quería desquitarse del hambre del día anterior. Cuando terminaron se dirigieron hacia el jardín.

El conde deseaba que Jacobo actuara primero con la fuente rectangular, en la parte posterior de la casa.

–Ahí está situada nuestra habitación –le dijo–. Cuando la condesa no esté conmigo quiero despertarme cada mañana con su voz, como desde hace más de cincuenta años. Tenemos que obrar con discreción, para que ella nunca se entere de que en esa fuente se la oirá para siempre.

–No podrá ser, conde –respondió Jacobo–. Hasta que no tengamos las notas sobre el carácter, la tesitura y el timbre exactos de su voz no podremos afinar esa fuente. Empezaremos, si no le importa, por la de delante de la casa.

Salieron y Jacobo se dirigió a la caja de hierro con cientos de pequeñas piezas, que Ferretti había dejado antes de volver a Roma.

Como había pedido Jacobo nada más llegar al palacio, la fuente se encontraba vacía de agua. Primero se fue hacia el manantial, que era el propio lago, y adaptó la bomba hidráulica, modificando algunos émbolos, pistones y válvulas; a continuación, se dirigió hasta la gran taza circular en la que Ferretti ya había instalado el artefacto de aluminio, desmontó las abrazaderas y se dedicó a instalar las minúsculas piezas que darían volumen, tonalidad y ritmo a las melodías que se interpretasen pulsando los orificios.

Jacobo había decidido que para esta fuente se abrieran en el artilugio tres filas de orificios, no dos como en la de Farinelli, porque quería que en ella se pudieran interpretar obras musicales complejas, como las que él había compuesto para generar sentimientos.

Al cabo de dos horas concluyó su trabajo. Pidió que abrieran la válvula y el agua comenzó a fluir. Jacobo pulsó los orificios que debía y sonó una melodía destemplada. Fue afinando la fuente y en un rato se dio por satisfecho del resultado. Farinelli asintió con la cabeza.

Al oír aquella melodía las ventanas se llenaron de criados que aplaudían asombrados de lo que presenciaban: ¡aquel extranjero producía música con la fuente!

El conde no cabía en sí de alegría. Pensaba que estaba ante un genio de la música, no menos grande que aquel Cristofori, inventor del piano.

Jacobo terminó la pieza y los aplausos se hicieron más cerrados aún. Los agradeció y dijo al conde:

–El instrumento funciona a la perfección. Ahora deberá designar un músico de su confianza que aprenda a tocarlo.

–Lo tenía ya previsto, amigo mío. Y no solo uno, sino varios. Quiero que la condesa tenga uno disponible cualquiera que sea la hora a la que desee oír la música de nuestra fuente.

Farinelli medió en la charla y dijo dirigiéndose a Jacobo:

–También yo quiero aprender. Cuando te marches de casa, que me temo que será pronto, quiero seguir escuchando la música de las mías.

Jacobo asintió, y dijo al conde:

–Si sus músicos tienen talento aprenderán a tocar esta misma tarde. Después, cuando nos hayamos marchado, solo necesitarán practicar cada día para depurar su técnica, como en cualquier otro instrumento.

–Aquí estarán a la hora que digas –respondió el conde–.

Entraron en la casa y, tras tomar una copa del exquisito vino de la bodega del conde, almorzaron. Al poco, mientras aún estaban en la sobremesa, sonó la campanilla de la puerta.

Se escucharon unas voces y anunció el conde:

–Ya están aquí los músicos. Vayamos a la fuente.

Salieron de la habitación y se encontraron con los músicos. Eran tres de edad aproximada a la de Jacobo, y un tercero ya maduro. El conde los presentó y cuando oyeron el apellido Farinelli los cuatro lo saludaron con profundo respeto, incluso el mayor inclinó la cabeza ante el maestro.

Había que ver la cara de sorpresa de los cuatro cuando Jacobo se puso delante de aquellos orificios y empezó a sonar, con un fondo de agua, la fantasía para piano compuesta por Balákirev.

Jacobo aprovechó su interpretación para instruirles del funcionamiento de aquel extraño instrumento. Los dos jóvenes eran hábiles porque apenas necesitaron unas pocas horas para tocar con cierta destreza aquel instrumento. Al de mayor edad, sin embargo, un tal Balázs, con fama de virtuoso violinista, se le estaba resistiendo su manejo. Pulsaba los orificios con empeño, pero apenas conseguía algún sonido que pudiera considerarse dotado de musicalidad. Su desesperación era todavía mayor porque veía que sus compañeros, menos expertos en la música, se habían hecho ya con aquel artilugio y hasta improvisaban alguna melodía.

Lo intentó una vez más y como seguía sin sacar unas cuantas notas armónicas seguidas, estalló:

–Yo soy músico, no un obrero. No he estudiado música y perfeccionado cada día, durante cuarenta años, el manejo del violín para acabar tapando agujeritos por los que sale agua. Me niego a seguir con esto, señor conde. Este artefacto es un insulto a la Música, con mayúscula.

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