Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 3. Parte II)

Dos enamorados al piano.

Dos enamorados al piano.

El marqués se giró para ver quién era aquel insolente que se atrevía a interrumpir las palabras que estaba dirigiendo a su hija. Al ver que se trataba del hijo de su empleado, ese con el que, según el cochero, su hija mantenía una estrecha amistad, quiso dejarlo en evidencia delante de ella y del resto de los invitados.

–¿Que puedes hacer que la fuente interprete la sonata? Adelante.

Jacobo se dio cuenta enseguida de su error. Llevaba bastante tiempo dándole vueltas a la idea de que las fuentes pudieran reproducir composiciones musicales complejas. Había trabajado muchas horas haciendo dibujos y cálculos y lo veía posible, pero nunca había realizado ninguna prueba para comprobar que aquella pura idea pudiera convertirse en algo real. “¿Cómo se me habrá ocurrido –se dijo– presumir ante el marqués y toda esta gente… ante Mencía, de que soy capaz de hacerlo? Soy un imbécil, pero ya no puedo dar marcha atrás”.

Compuso el gesto que mejor le pareció que disimulaba su incertidumbre y se fue hacia la fuente de delante de la casa. La fue recorriendo lentamente, examinando con atención el sonido de cada caño; se dirigió después hacia la arqueta de piedra que suministraba el agua; cerró el sistema hidráulico que había construido su padre y el agua dejó de brotar. Después fue manipulando cada uno de los surtidores, volvió de nuevo a la arqueta y, al poco, empezó a manar agua por ellos.

El sonido de la fuente era el mismo de siempre y el marqués sonrió satisfecho. Iba ya a dirigir una puya a aquel estúpido muchacho, cuando empezaron a oírse algunos acordes que recordaban, aunque muy vagamente, el ‘Claro de Luna’.

Todos los presentes aplaudieron, no porque les pareciera que Jacobo había obrado un prodigio con la fuente, sino porque les sorprendía que sonara a algo distinto de una mera caída de agua, que es a lo que sonaban las fuentes. Solo el marqués y su esposa –que ya conocía la información que, sobre aquel joven y su hija, le había suministrado días atrás el cochero– permanecían serios. Dijo el marqués:

–Lo que tú llamas música ha sonado en realidad como si el ‘Claro de Luna’ lo hubiera tocado un chimpancé, pero teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, la música la han interpretado unos chorros de agua sería injusto no considerar aceptable tu intento.

En ese momento se oyó la voz entusiasmada de Mencía:

–Papá, una fuente que canta es el mejor regalo de cumpleaños que he recibido nunca.El marqués sintió que su hija se mostraba ingrata comparando la espléndida jaca que él le había regalado con el desastroso intento de su amigo, pero ese día no quería contradecirla en nada, así que, disimulando su enfado, contestó:

–Sí, hija. Ya ves que en esta casa hasta la fuente te quiere… Es verdad que no lo sabíamos hasta que tu amigo nos lo ha hecho ver, pero así es: te quiere tanto que ha querido dedicarte una sonata en tu cumpleaños.

Después de que el cuarteto interpretara algunas piezas, el marqués pidió a su hija que se pusiera ante el piano. Ella respondió:

–Yo sola no, papá. Con Jacobo.

Todos dirigieron la mirada al muchacho, que estaba rojo de vergüenza.

–Ven, siéntate aquí a mi lado –le pidió Mencía–. ¿Qué tocamos?

Él siguió en silencio y ella dijo:

–¿Te parece bien el ‘Reverie’, de Schumann?

Jacobo asintió con la cabeza y empezaron a sonar las notas.

Los padres se miraron con preocupación al ver cómo ambos jóvenes se estremecían con un leve temblor cada vez que sus dedos se rozaban al tocar. Cuando observaron que dos de las mejores amigas de Mencía se miraban riendo, porque también ellas habían percibido lo mismo, empezaron a sentirse, primero incómodos y después irritados.

La marquesa observó que a su marido se le empezaba a poner cara de conejo, pero no fue eso lo que más le preocupó (que también, porque en sus arrebatos de ira a su marido le daba igual que hubiera delante desconocidos, compromisos o niños), sino que, desde que llegó, no le había pasado inadvertida la belleza de aquel joven alto y espigado, de nariz recta y boca sensual, cuya cara resplandecía de mayor atractivo aún por la gracia de los hoyuelos de sus mejillas. Y, sobre todo, le había llamado la atención su risa, casi delirante de tan pura.

Cuando concluyeron el tema todos aplaudieron. Mencía se levantó del banco y dijo:

–Jacobo, toca tú solo. Que todos vean que eres un gran pianista. Él preguntó turbado:

–¿Pero qué toco?

–Lo que quieras –respondió ella–. Haz el tercero de los ‘Grandes Estudios Trascendentales’, de Paganini. Es de lo más difícil de interpretar al piano.

Jacobo empezó a tocar. No había nadie que no se sintiera impresionado de la destreza con la que sus manos recorrían el teclado y el sentimiento que ponía en su interpretación. Cuando terminó, todos, y especialmente Mencía, aplaudieron vivamente.

El marqués y la marquesa se miraron alarmados por lo que adivinaban que había anidado en el corazón de su hija.

El marqués se dirigió a un criado y le preguntó en voz baja:

–¿Quién es el padre de este niño? Me dijo el cochero que era un empleado de la casa, pero no recuerdo quién.

–Anselmo, señor marqués, el afinador de fuentes –respondió el criado–.

–Así que Anselmo. Ahora entiendo lo que este muchacho ha conseguido de la fuente.

Se dirigió otra vez al criado:

–Dile a su padre que el viernes próximo venga a despachar conmigo… No, mejor el miércoles. Para resolver esto me bastan tres días.

Jacobo volvió a su casa temeroso. Ignoraba cómo le habría sentado al padre de Mencía su audacia. Estaba seguro de que si le contaba a su madre lo que había pasado se ganaría una riña, así que decidió callarlo.

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