Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 31. Parte II)

Pareja de la Guardia Civil a caballo en el siglo XIX, obra del pintor Augusto Ferrer-Dalmau.

Pareja de la Guardia Civil a caballo en el siglo XIX, obra del pintor Augusto Ferrer-Dalmau.

En cuanto llegó a la entrada vio a Corbacho y a Juan Ruiz que salían de detrás de una adelfa, colocándose en medio del carril.

–Ya se la he entregado –informó Serafín con voz temblorosa–.

–¿La ha abierto delante de ti? –preguntó Corbacho–.

–No, me he largado nada más dársela. Estaba temblando, y me dio miedo de que se diera cuenta y sospechara.

Corbacho hizo un gesto de disgusto. Esperaba que aquel perro también se hubiera envenenado con los polvos al abrir la carta su ama.

–Bueno, pues espero que esta sea la última vez que nos veamos. Si alguna vez la Guardia Civil o quien sea viene a por nosotros te llevaremos a ti también por delante… Y nuestros compañeros de la hermandad harán lo mismo con toda tu familia.

Serafín se estremeció por el tono de las palabras de Pedro Corbacho. Avivó a los caballos y volvió a la casa para que nadie notara su ausencia.

Entretanto, Mencía miraba aquella carta. No tenía los nombres ni del remitente ni del destinatario, pero supuso que Jacobo había tratado de evitar que si su padre la interceptaba supiera que era él quien la mandaba.

La solapa estaba bien cerrada. Cogió un largo clavo que había sobre uno de los estantes del guadarnés y lo usó como abrecartas. Se quedó pasmada: el papel estaba en blanco. A pesar de que rebuscó por dentro del sobre no encontró ninguna nota manuscrita. Nada más entrar en la casa se fue hacia la chimenea y tiró el sobre dentro con la intención de evitar que su padre supiera que había recibido una carta. Si llegaba a saberlo, se pondría a investigar a todo el servicio y, en cuanto supiera que había sido el cochero quien se la hizo llegar, lo despediría sin más.

Esa noche, antes de cenar, Serafín empezó a sentirse mal. Sentía una fortísima presión en el pecho como si tuviera encima las ruedas del coche y no podía respirar. Además, se retorcía de un terrible dolor de vientre. Fue a deponer y descubrió espantado que sus heces eran un líquido sanguinolento.

Murió a los dos días entre dolores insoportables.

Pronto se corrió la voz de la terrible y extraña muerte del cochero del marqués de San Juan de Aliaga. Cuando la noticia llegó hasta El Alcornocalejo, Pedro Corbacho y Juan Ruiz decidieron ir hasta El Plantío a pedirle explicaciones a don Senén. Por supuesto, no iban a contarle la verdad del fracaso de su plan, sino que mudaron a Mencía por el sargento.

–No comprendo cómo pudo envenenarse el verdugo en lugar de ese cabrón –respondió disgustado el boticario–. El veneno funcionaba. Lo probé con un ratón y no vivió ni un minuto.

De allí se marcharon a casa de don Julián, quien ya conocía no solo la noticia de la muerte del cochero, sino que se había presentado una denuncia contra los miembros de la comisión de una hermandad secreta, acusándolos del asesinato de un vecino de El Valle.

Fue Mencía quien hizo que su abogado pusiera los hechos en conocimiento de la Guardia Civil cuando conoció que habían intentado asesinarla aquellos Corbacho y sus secuaces. Lo supo por la viuda del cochero, que apareció un día en la bodega para decirle entre lágrimas:

–Mi Serafín, cuando se sentía morir, me hizo prometerle que me presentaría aquí para pedirle perdón en su nombre por haberla traicionado, cuando usted siempre, desde que era una niña, fue tan cariñosa con él… Y aquí estoy. Esos malnacidos de los Corbacho se han llevado su vida y han arruinado la mía y la de mis niños. Si hace falta que cuente esto mismo que le estoy contando a usted a la Guardia Civil o al juez, lo haré.

Mencía la abrazó y le prometió que la socorrería mientras lo necesitara. Nada más marcharse llamó a su abogado para que denunciara los hechos. No lo hizo por sentido de la Justicia sino por venganza, que es la sublimación del odio. El odio no es más que la venganza de los débiles o los cobardes; por eso, la venganza satisface y el odio duele.

Corbacho y Juan Ruiz solo se habían enterado del fallecimiento de Serafín, y andaban tan tranquilos ignorando que la Guardia Civil los buscaba. Esa misma mañana habían sido detenidos tres de los miembros de la comisión. El primero fue Cayetano de la Cruz, ya que fue él quien confesó el crimen en el cuartel de Paterna.

–La verdad es que no puedo comprender lo que ha pasado –contestó don Julián cuando ellos le pidieron una explicación de aquel asesinato frustrado–. O vosotros confundisteis los sobres y entregasteis al cochero el de la muchacha o se equivocó él, pero lo que está claro es que alguien metió la pata. Habrá que dar cuenta a la hermandad para que investigue quien cumplió bien con el plan y quien no, para castigarlo… O castigarlos, si es más de uno.

Ellos se miraron inquietos. Juan Ruiz dijo:

–No creo que haga falta meter en más jaleos a la hermandad. Ese botarate se equivocó con la carta que tenía que entregar a su ama y punto. Ya encontraremos la manera de que se cumpla la sentencia de muerte de esa perra.

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