Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 33. Parte I)

Detalle de la ilustración para una edición de 'La Cartuja de Parma' del escritor francés Stendhal (1783-1842).

Detalle de la ilustración para una edición de 'La Cartuja de Parma' del escritor francés Stendhal (1783-1842).

La casa del marqués de San Juan de Aliaga brillaba de oro viejo con el sol del crepúsculo. Desde el balcón de la torre, Mencía contemplaba la viña pingüe, ancha y florecida. Estaba allí esperando la llegada de la familia del conde de Henestrosa para celebrar su petición de mano.

El almijar retumbaba con el rumor alegre del agua. Mencía sonrió tristemente diciéndose que, en su casa, hasta la fuente era más feliz que ella. Le vino a la cabeza la figura de su preceptor cuando era una adolescente, quien frecuentemente repetía que solo hay dos cosas que un padre debe legar a sus hijos: raíces y alas. “No podré reprochar a mi padre que no me legue raíces, pero este compromiso de matrimonio me dejará sin alas”, se dijo.

El camino, orillado de adelfas blancas, se había iluminado con antorchas. Del huerto llegaba el olor dulzón de las higueras, que habían recibido el sol de todo el día y ahora se derretían esparciendo un aroma denso, como de flores maceradas.

El primer coche que cruzó la cancela pertenecía al propio marqués. En él viajaba don Ubaldo, el deán de la catedral. El cura se bajó afanosamente ayudado por un lacayo que le ofreció el brazo. Don Ubaldo le dio vivamente las gracias, introdujo su mano en el bolsillo de la sotana y le entregó una moneda, que el muchacho guardó rápidamente.

Mencía sonrió. Don Ubaldo le caía bien. Era un hombre santo y culto, que jamás hacía ostentación ni de su bondad ni de su sabiduría. Oía a los pedantes atentamente y, cuando creía que estaban equivocados, evitaba corregirles, solo contestaba: “Eso será, o serón”.

Sonrió cuando se acordó del enfado de su padre con aquel bendito un día en que, después de unos ejercicios espirituales, fue a confesarse. Era público que el comportamiento del marqués con sus criados era de completo desprecio: jamás se dirigía a ninguno sino para darle una seca orden, y mucho menos devolvía un saludo. Ese día –según contó él mismo–, antes de la misa, su padre se dirigió a la sacristía y mientras el cura se enfundaba el alba le dijo: “Don Ubaldo, me alegro de haber hecho los ejercicios espirituales que usted me recomendó. Me siento distinto interiormente. Fíjese que, incluso, cuando me cruzo con algún criado y me da los buenos días o las buenas noches yo se los devuelvo. Está claro que esos días en la casa de retiro me han vuelto más cristiano”.

Recordaba Mencía cómo se le emborrascó a su padre la frente de indignación, cuando siguió contando: “¿Y qué creéis que me respondió ese arrastrasotanas? Pues me dijo con una sonrisita que para mí que era de pitorreo: No marqués, usted no se ha vuelto más cristiano, lo que se ha vuelto es más educado”.

La historia se la contaba a ella y a su madre mientras desayunaban los tres, y ambas reaccionaron igual: bebiendo un sorbo de café, tratando de esconder tras la taza la risa que les dio. No lo consiguieron y su padre se enfadó todavía más.

Estaba aún sonriendo Mencía, cuando reparó en que, a lo lejos, el paisaje se difuminaba entre una nube de polvo que se acercaba rápidamente a la casa. “Ya están aquí”, se dijo.

Solo entonces comenzó a arreglarse. Abrió su armario y sacó el primer vestido que vio, uno de terciopelo burdeos que había estrenado en la boda de su amiga Fátima de Morla. Fue a calzarse unas sandalias de gamuza morada, ceñida con una escarcha de perlas, pero cuando se vio el pie descubierto –indefensos los dedos, tristes de tan pálidos los tobillos– se dijo que bastante entrega y tristeza había ya en ella; se las quitó y se puso unos zapatos de seda azul verdoso.

Desechó también las joyas y se enrolló al cuello una estola de moaré del mismo color de los zapatos. Lo único que consintió retocar de su rostro fueron los labios, que se pintó de un rojo vivo. Se miró en el espejo y le pareció que tenían el encendimiento de las rosas chinas del jardín y se pasó sobre ellos un pañuelo para opacar el brillo.

Como tantas veces desde que conoció que su padre y el conde habían señalado fecha para su boda, sintió la duda de si debía de seguir adelante con aquella farsa, aquel teatro de guiñol en el que ella era solo un títere más.

Sonó la puerta y oyó la voz de su madre reclamándole que bajara al salón. La puerta se abrió y su madre gritó espantada al verla:

–Mencía, por favor. ¿Así te vas a vestir para tu pedida, con un traje ya estrenado y, además, en una boda a la que también asistieron los Henestrosa?... ¿Qué va a decir tu futura suegra, que no se acordará del nombre de la capital de Rusia, pero tiene memoria de elefante para recordar lo que cada una vestía en una fiesta? Haz el favor de cambiarte y ponerte el vestido que te hiciste en Madrid para la pedida.

La ceja izquierda de Mencía comenzó a adquirir forma de arco. En tono seco contestó:

–No, mamá. Bajaré con este, le guste a mi futura suegra si voy de estreno o no. José será a partir de esta noche mi prometido, pero no por mi deseo sino por el vuestro.

Nada más entrar en el gran salón iluminado vio los ojos de la condesa fijos en su vestido. No disimuló su desaprobación. Mencía le sonrió y ella se dio cuenta de que no había elegido aquel traje olvidándose de que ya lo había estrenado, sino precisamente por ello.

–¡Qué guapa, Mencía! –exclamó el conde de Henestrosa, que le importaba un bledo si una mujer estrenaba un traje o no, sino si resaltaba sus formas–.

Mencía buscó con la mirada a su novio. En ese momento estaba en la mesa de las bebidas pidiendo que le rellenaran la copa. Cuando la vio, la saludó con la mano y se giró después hacia una de las bandejas de jamón, cogió varias lonchas a la vez, se las metió juntas en la boca y solo cuando las terminó de engullir y se limpió los dedos en el mantel, fue hacia ella. Le puso los labios sobre la mano para besarla y allí quedó la pringue del tocino. Ella no se inmutó y se puso a enderezarle la corbata mientras restregaba su mano aceitosa sobre el pecherín de la camisa.

–¡Estás guapísima, Mencía! –dijo él, aunque sin demasiado entusiasmo–.

-Gracias –respondió ella–. Tú también estás…

Estuvo buscando una palabra para definir el aspecto de su novio: bajito, grueso y feo. Él sí que estrenaba traje: un frac que le quedaba demasiado entallado para haber sido hecho a medida. “Entre que se lo han terminado y lo ha estrenado ha cogido unos quilos”, se dijo Mencía. Al fin encontró la que le pareció menos comprometedora.

–Estás… definitivo –respondió–.

La opulenta cena discurrió como era de prever: la madre de su prometido con cara agria; su madre, disgustada con ella; su padre, feliz de haber encontrado un motivo para retrasar la devolución del préstamo al conde; y éste y su hijo, medio borrachos desde el segundo plato.

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