Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 33. Parte II)

Un jardín de dalias.

Un jardín de dalias.

Después de los postres, se celebró la ceremonia de pedida. El conde improvisó un incoherente discurso en el que se intuyó que pedía al marqués la mano de su hija.

El marqués le contestó con otro, bien ensayado, en el que hablaba de que las dos familias pronto serían una sola y el patrimonio de ambas, único. Como tenía la duda de si, con la borrachera, el conde había comprendido la obviedad de que en un único patrimonio no caben ni créditos ni deudas recíprocas, volvió a repetir la frase.

Una vez que terminó, los novios se intercambiaron regalos. Él, regaló a la novia una tiara de brillantes que perteneció a su bisabuela paterna; ella al novio, una collera de escopetas inglesas Purdey.

Don Ubaldo bendijo los regalos. Mencía abrió el estuche forrado de seda e hizo un comentario demasiado neutro como para no sonar a falso; su prometido, la caja de cuero repujado e hizo encendidos elogios de las escopetas. Se las encaró una y otra vez, corriéndolas a izquierda y derecha como si estuviera apuntando a una pieza en movimiento. A la quinta o sexta vez le dijo al marqués:

–Suegro, vamos a probarlas. Dame unos cuantos cartuchos.

–Mejor lo dejamos para otro día, José. Usar las armas en las casas trae mala suerte –contestó el marqués–.

–Eso es una tontería como un piano –respondió José mientras hacía el amago de dirigirse él mismo al armero–.

El marqués no quería tener una discusión con su yerno, y menos en la noche de la pedida de mano de su hija. Sin embargo, toda su resistencia quedó vencida cuando el conde le dio unos fuertes golpes en la espalda mientras le decía:

–Vamos, consuegro. ¿No le vas a consentir a tu yerno un capricho el día de su compromiso con tu hija?

El marqués se adelantó a su yerno y llegó antes al armero. Temía que con la borrachera aquel imbécil cogiera cartuchos de plomo lobero y disparara contra algo valioso, causando un estropicio. Rebuscó hasta que encontró unos de grano fino, para tirar zorzales. Cogió cuatro.

La marquesa se acercó a Mencía para decirle en un susurro: “¡Qué horror! Se le está poniendo cara de conejo”. Mencía asintió con la cabeza mientras pensaba: “Ojalá. A ver si manda a estos cretinos a la mierda”.

El hijo del conde ni siquiera miró los cartuchos, abrió las dos escopetas y las cargó. Después, entregó una a su padre y él salió al almijar con la otra.

La luna plateaba las viñas, y sobre el bellasombra del jardín las urracas graznaban lángidas quejumbres. José se encaró la escopeta; apuntó al árbol; dio un fuerte silbido y una de las urracas huyó despavorida. Tronó el jardín y a aquel pájaro asustadizo se le acabaron las lánguidas quejumbres para siempre. Las demás huyeron aterradas y el cazador pidió presurosamente a su padre la otra escopeta, pero cuando se la encaró ya estaban fuera de tiro. Él no se amilanó, sin embargo, y disparó contra uno de los maceteros de piedra.

Solo saltaron trozos de hojas. El hijo del conde puso cara de contrariedad.

–Suegro, me has dado coba con los cartuchos –protestó–. Creía que eran de plomo seis y me estaba imaginando que tiraba un pato al asomatraspón, pero estos que me has dado son, como mucho, para tirar avispones.

El padre se rió escandalosamente. Cuando José entró en la casa para devolver las escopetas a su caja, el conde se dirigió al marqués diciéndole en voz baja:

–Consuegro, dile a un criado que recoja la urraca y se la lleve a mi cochero. Mañana mismo se la pongo asada a ese botarate en el almuerzo y le digo que es una tórtola. ¡Lo que me voy a reír!

Al poco, se oyó un retumbar de cascos y el camino comenzó a llenarse con los coches de los invitados a la fiesta que había organizado el marqués para después de la pedida. La idea fue de Mencía, que no quería pasar aquella noche con la sola compañía de su nueva familia, y menos con su prometido.

A una indicación del marqués sonó la orquesta y todos entraron en el salón de baile. La mayoría de los invitados salió al centro de la sala a bailar. Mencía lo hizo del brazo de su prometido, pero como, con el vino, a él le fallaban las piernas, a los pocos segundos se excusó ante ella y se marchó al rincón en el que charlaban sus amigos.

Mencía se alegró de haberse librado de aquel borracho y se fue al banco en el que estaban sentadas sus amigas. Fue su único momento de risas de la noche. De pronto, dijo una de ellas:

–Mira, Mencía. Ya están juntos Pepito Etiqueta y Bertie Contraetiqueta.

Todas soltaron una carcajada.

Bertie Contraetiqueta, era en realidad Roberto Álvarez, el mejor amigo de José. Mencía había oído contar a sus amigas que le llamaban “Contraetiqueta”, porque siempre andaba detrás del “Etiqueta”. Y es que jamás se veía al hijo del conde en una reunión, fiesta o montería -y menos aún en una juerga– sin su amigo Bertie.Llevaba un rato tocando la orquesta cuando se le acercó su padre:

–Mencía, nuestros invitados estarán comentando que es raro que los prometidos no hayan bailado ni una sola pieza completa. Hazlo por mí, por favor. Baila con José, aunque sea solo cinco minutos.

Lo vio Mencía tan angustiado que se levantó en busca de su novio, porque no creía que, con tantas copas en el cuerpo, fuera él a sacarla a ella.

Se acercó a la reunión en la que lo vio con sus amigos y no estaba. Uno de ellos dijo que había salido con Bertie a tomar el fresco.

Mencía salió a buscarlo. No se les veía por allí. Cruzó el almijar y se adentró en el jardín. Rozó con sus dedos las dalias, que llenaban por cientos los arriates. No había ningún jardín de la ciudad sin su parterre de dalias. Cuando el despistado botánico alemán que escribió por primera vez de ellas afirmó haberlas descubierto en las praderas mejicanas, ya llevaban muchos años embelleciendo los jardines de aquella ciudad.

Se adentró en el laberinto del jardín y oyó unas risas apagadas. Procedían de detrás de uno de los densos bojes que lo formaban. Se acercó despacio y consiguió hacer un hueco apartando con sigilo algunas ramas.Se quedó helada: allí, sobre el césped, retozaban medio desnudos su novio y su amigo, jadeando los dos de placer.

Bertie Álvarez tenía una piel casi traslúcida de tan clara. Se había dejado crecer una melenita insulsa que se le derramaba sobre la nuca como una cascada más insulsa todavía. Vestía siempre a la última, y era de los pocos elegantes de la ciudad que no usaba corbata, sino plastrón. Cualquiera podría decir de él sin ser insulto que era un “rayófilo”, pues lo mismo la raya de sus pantalones, que la de las camisas y hasta la del pelo tenían una derechura insólita.

Pues bien, toda esa compostura de Brummel local la había perdido en el trajín que mantenía con su amigo. Se le veía colorado y sudoroso, perdido el resuello, hipando como si fuera el intermediario entre el deporte y el infarto.

Muy despacio, para que no se apercibieran de su presencia, Mencía se dio la vuelta en dirección a la casa.Antes, cuando iba en busca de su prometido, al escuchar desde lejos la alegría de la fiesta, había vuelto a sentir la duda de si estaba obligada a cumplir una palabra que fue empeñada por su padre, no por ella. Si su felicidad pesaba tanto como el honor de la familia.

Ahora esa duda había desaparecido del todo. Llevaba una sonrisa en los labios mientras volvía a la casa diciéndose: “Me casaré con ese mamarracho, ese miserable que escribió la carta a aquel pobre padre, haciéndose pasar por su hijo para ocultar el crimen de esos Corbacho y los suyos. Ya sé cuál era el escándalo que le amenazaron con propagar”.

Se rió con ganas cuando se oyó decir en voz alta:

–Y, sobre todo, ahora sé por qué, de verdad, le dicen a ese Bertie “El Contraetiqueta”.

La ceremonia de la boda quedó fijada para tres meses después.

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