Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 35. Parte I)

La isla griega de Corfú o "isla de Poseidón".

La isla griega de Corfú o "isla de Poseidón".

Había transcurrido casi un mes desde la vuelta de Jacobo a Roma. Durante su viaje por Hungría había echado mucho de menos la tranquilidad de su cuarto junto al huerto. Aquel silencio solo roto por el agua de la fuente de las garzas y los pequeños pájaros que daban voz a los árboles invitaba al trabajo y facilitaba la inspiración musical.

Sin embargo, lo que más había notado en falta era el repique de las campanas que, a cada dos por tres, incendiaban con sus bronces el cielo de la ciudad.

Y es que en ningún lugar del mundo suenan las campanas como en Roma. Cuando tañen parece que el aire de la ciudad canta en tono mayor.

Las campanas romanas se hablan unas a otras. Por respeto, todas esperan que la conversación la inicie las de la basílica de San Pedro del Vaticano, que se dirigen a las demás con el tono grave y trascendente que corresponde a unas campanas que son papales. Por jerarquía, las primeras que responden son las de San Juan de Letrán, que para eso son campanas catedralicias.

Una vez que se han hecho oír las de las basílicas mayores, replican repicando las de las menores. Se produce entonces unos respetuosos segundos de silencio. Cumplidos, empiezan a sonar, al unísono, las campanas de los conventos y las de las iglesias.

Pero lo verdaderamente maravilloso de las campanas romanas no está en este orden ceremonioso y protocolario, sino en la mezcolanza de sus voces de bronce. Unas, vuelan como locas uniéndose a la alegría del bautizo o de la boda; a la vez, tañen otras contagiando el aire de la tristeza de los dolientes del funeral al que convocan; unas terceras, las de los conventos de clausura, redoblan con aire piadoso llamando a maitines, laudes, ángelus, vísperas o completas...

Llevan tantos siglos las campanas de Roma cumpliendo este rito que resulta admirable lo perfectamente que se contrapuntan, y no hay romano que no sepa quién tañe cada campanil. Aquellas que desperdigan alegría y gozo las han echado a volar traviesos monaguillos o ilusionadas novicias; las que hacen del aire un ámbito de tristeza, el desganado sacristán que cuenta a cada dos por tres los días que le faltan para la jubilación; las de los conventos, la vieja monja que ya solo espera besar en el cielo las manos de la madre fundadora, y que anda siempre con la misma queja en la boca: “¡Qué lenta corre la muerte para quién la espera con impaciencia!”.

Una de esas mañanas recibió Jacobo una carta. Leyó el remitente. Bajo una corona aparecía escrito “El conde de Veszprém-Kaposvár”.

En ella le decía que la emperatriz Valéria deseaba que la visitara en su nuevo palacio, en la isla de Corfú, al que había llamado Garten der Freuden, en homenaje a la famosa obra de El Bosco, su pintor favorito. Le adjuntaba además el plano de una gran fuente “para que le vayas encargando a Ferretti (ese pobre hombre a quien la condesa detesta injustamente, porque aún no ha aparecido -ni, como sabemos aparecerá nunca- para arreglar la fuente situada bajo nuestras habitaciones), la construcción del ingenio que permitirá convertirla en la voz del príncipe Férenc-Rodolphe, como hiciste con la de la condesa. Además, Su Majestad me ha encargado que te informe de que, para no hacerte perder el tiempo, el mismo día en que llegues a Corfú estarán esperándote los que fueron maestros de canto del príncipe”.

Siguiendo el consejo de Farinelli, acababa Jacobo de escribir una carta a don Julián, pidiéndole que le recomendara a alguien honrado y con experiencia a quien poder encargar la administración de los bienes que se disponía a adquirir en España.

A la mañana siguiente, Jacobo se dirigió a casa de Enrico de Peruggia para contarle sus andanzas y aventuras. No pareció sorprenderse de nada y le pidió que se quedara a comer porque tenía convidado a Rinaldi.

–A Guglielmo le encantará conocer la suerte que te ha dado tu invento. Él es rico gracias a los muchos que ha creado, pero tú lo eres mucho más con solo ese -dijo riéndose.

Siguieron charlando hasta que la criada anunció la llegada de Rinaldi.

–Mi amigo español –exclamó el inventor con una gran sonrisa cuando lo vio–. No te esperaba aquí. ¡Qué alegría! Supongo que tendrás muchas cosas que contarme.

–No lo sabes bien –respondió el filósofo–.

Jacobo repitió lo que ya había contado a Enrico. Rinaldi estaba pasmado.

–Así que te has hecho rico con un único invento. No me extraña, solo me da envidia… Mucha envidia –dijo riendo–.

Cuando Jacobo les contó que tenía una nueva clienta, la emperatriz Valéria de Waldenz-Smareva, ambos se lo quedaron mirando con asombro. Al fin, Rinaldi dijo:

–Jacobo, ahora eres un hombre rico y debes de conocer los gustos de los ricos. Cuando viajes hasta Corfú no puedes dejar de visitar el casino de Montecarlo. No hay aristócrata ni millonario en el mundo que no haya pasado por sus mesas. No es imprescindible que juegues, basta con que lo conozcas por dentro y aprendas los nombres de unos pocos juegos. Así podrás intervenir, sin quedar como un palurdo, en cualquier conversación sobre casinos. A los ricos y poderosos les encanta hablar de cuánto han perdido en ellos; no de lo que han ganado, que es cosa de mal gusto.

Jacobo prometió que lo visitaría. Al rato, Rinaldi se levantó:

–Me encantaría quedarme más tiempo porque me gusta el trato con la gente inmensamente rica –dijo mirando burlonamente a Jacobo–, pero tengo un compromiso que no puedo dejar de atender.

–Será femenino –dijo el filósofo sonriendo–.

–Por favor, Enrico. Soy un hombre felizmente casado… y férreamente controlado. No es cosa de mujeres sino de dinero, que es más importante.

Y lo dijo en un tono que nada tenía de irónico, porque el amor por el dinero de Rinaldi era proverbial. Aunque la verdad es que ese amor no era propiamente al dinero por ser dinero, sino porque era lo que le permitía hacer realidad sus invenciones, por muy estrafalarias que fuesen.

Se despidió y Jacobo aprovechó para marcharse también. Su cita sí era femenina: había quedado, como cada tarde desde que volvieron de Hungría, con Giovanna, que estaba más cariñosa y entregada que nunca. Dos días después, Jacobo recibió por correo una carta con una letra muy elegante, aunque desconocida. En el remite decía Garten der Freuden y, bajo una corona imperial, un nombre: “Valéria, K”.

La emperatriz lo citaba en la isla de Corfú para primero de junio. Faltaba más de un mes para entonces. Jacobo –que tan pronto como recibió del conde Veszprém-Kaposvár el plano de la fuente lo trasladó a Ferretti para que preparara el artefacto de aluminio– fue a interesarse por si estaba ya construido. Nada más verlo aparecer, dijo el metalúrgico rebosante de satisfacción:

–Si vienes a preguntar por el nuevo ingenio, te diré que ya está listo para enviarlo a esa isla griega. Yo me voy a hacer de aluminio con tu invento; pero tú, de oro. Bueno de oro te has hecho ya. No hay chismoso romano –y sabes que aquí hay más chismosos que ruinas– que no afirme saber exactamente la cantidad que has recibido del conde húngaro.

Jacobo contestó riéndose:

–Pues ya saben más que yo. Me consta que el conde ha abierto a mi nombre una cuenta en un banco en España, pero no tengo ni idea de cuánto ha ingresado en ella. Solo sé que en la cuenta que abrí yo, aquí en Roma, nunca faltan fondos.

Tras la visita, Jacobo se marchó a preparar el viaje. Rinaldi le había recomendado algunas sastrerías, camiserías y zapaterías y fue a visitarlas. También le recomendó a un amigo para que se encargara de la organización de su viaje: “Y no se te olvide decirle que no omita una parada en Montecarlo”, le insistió.Dos días después recibía los billetes de tren; y a la semana, un gran baúl repleto de levitas, pantalones, chalecos, camisas, zapatos... Contenía también un frac y dos esmóquines.

El día antes de su partida lo pasó entero con Giovanna.

–Sé que es la última vez que estamos juntos –dijo ella en tono triste–. Lo siento por mí, pero me alegro por ti.

Jacobo pensó que la verdad es que Giovanna, lo sentiría por ella, pero no se alegraría por él. Estaba seguro de que para ella la relación que mantenían estaba fundada únicamente en la necesidad de satisfacer su sensualidad inagotable; para él, en cambio, en el afecto y la lealtad hacia Farinelli.

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