Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 35. Parte II)

Fachada principal del hotel 'Hermitage' de Montecarlo.

Fachada principal del hotel 'Hermitage' de Montecarlo.

Se equivocaba Jacobo. Él tenía entonces poco más de veinte años; ella, cuarenta. Desde su adolescencia, Giovanna se había sentido objeto de la mirada de todos los hombres: adolescentes, jóvenes y mayores. Cuando cumplió veinticinco, descubrió inesperadamente que los adolescentes dejaban de mirarla; cuando cumplió treinta y tantos, los jóvenes; ahora, con cuarenta, solo la miraban los maduros y los viejos. Para los adolescentes y jóvenes era como si no tuviera cuerpo. En las fiestas, andando por la calle o en los teatros pasaban por su lado y no le dirigían ni una mirada, como si ella fuera invisible. Temía Giovanna que en unos pocos años su invisibilidad lo fuera también para los maduros y, al cruzarse con ella, solo ancianos la miraran.

Esa sensación, ese miedo, había cambiado con Jacobo. Sentirlo encendido al verla desnuda, ansioso de tocar su cuerpo, entregado sin reserva ni resquicio al hacerse los dos una misma dulzura, le hacía pensar que todavía era capaz de despertar en un hombre joven el deseo de mirarla, de tocarla, de poseerla… Jacobo era para ella mucho más que un amante: era la prueba palpable de que no se había vuelto invisible para los hombres jóvenes. Y solo quien ha alcanzado la madurez conoce el valor que ese hecho tiene y la fuerza interior que regala.

El viaje hasta Montecarlo lo hizo en tren. Se alojó en el hotel ‘Hermitage’, que le había reservado el amigo de Rinaldi. Aún se estaba terminando de construir, pero lo edificado irradiaba un gusto exquisito. Lujoso, pero no ostentoso.

Se registró en recepción y le dijeron que un mozo subiría el equipaje a su habitación. Mientras lo esperaba se asomó a la ventana y se entretuvo en admirar los herrajes del balcón. Enfrente se abría el puerto, atestado de veleros a los que la leve brisa hacía brandar como galgos en carrera.

Pasó el día visitando la pequeña ciudad y por la tarde, después de cenar, se dispuso a conocer el casino. En la recepción del hotel le informaron de que para entrar se exigía frac o esmoquin.

Aunque en su equipaje figuraban ambas prendas decidió vestir esmoquin, porque le daba más confianza. Nunca había llevado frac.

Nada más salir del hotel notó cómo las señoras lo miraban, unas con disimulo; otras, aun yendo en compañía de hombres, descaradamente. Se dijo que aquella ciudad era un reflejo del mundo: ricos, mendigos, nobles, villanos, advenedizos, aprovechados y buscavidas, todos unidos por una misma devoción: el dinero. Se prometió que el suyo no correría por esa fuente de avaricia que era Montecarlo.

El casino era un lugar cosmopolita y pasó largo rato curioseando entre las mesas de juego, examinando a todos los que se sentaban en ellas. Nunca había visto tantas mujeres hermosas reunidas en un mismo lugar ni tantos hombres tan elegantemente vestidos.

Una simple mirada le bastó para conocer la moda masculina que empezaba a imponerse: había muchos más hombres vestidos de esmoquin que de frac, que casi exclusivamente lucían los ancianos. Se alegró de haberle hecho caso al sastre, quien le había aconsejado que se hiciera un frac y dos esmóquines, justificándolo en que esta prenda estaba ganando la batalla de la moda al frac.

Al cabo de unas horas, sin embargo, se sintió aburrido de aquel espectáculo de frivolidad y ostentación, y se marchó. A pesar del viento, era una noche cálida. Se acercó al puerto y comenzó a pasear por los pantalanes. Se sentía fascinado por los ruidos que rompían lo oscuro: el crujido de los cabos de amarre, el tintineo de las drizas, el mar batiendo contra los cascos…

Se sentó en un banco y admiró la fachada iluminada con luz de gas del casino, que no paraba de recibir gente por sus puertas a pesar de la hora que era.

Inconscientemente puso su mirada en una pareja que acababa de salir. El hombre bajaba los escalones torpemente, como si estuviese ebrio; ella, lo ayudaba: “Mon chéri, tu es ivre”, le gritaba entre estridentes carcajadas. “Demasiado escandalosas para ser de una dama”, se dijo Jacobo.

Marchaban hacia donde estaba él y cuando estuvieron a su lado reconoció al hombre.

Era el padre de Mencía. Llevaba manchados de un líquido oscuro –“Seguro que es brandy”, se dijo– la pajarita blanca, el chaleco y hasta los pantalones del frac. La dignidad del marquesado se concentraba solo en la chistera que llevaba en la mano, lo único de su indumentaria que parecía impoluto de toda mancha y desarreglo.

Desde luego, la mujer no era la marquesa. No era capaz de imaginarla con aquel escote y un vestido tan prieto y brillante.

Los siguió con la vista hasta que desaparecieron por la puerta del hotel ‘Hermitage’.

Aunque tenía reserva dos días más, Jacobo decidió marcharse. Ni tenía ya ningún interés en aquella ciudad, ni deseaba encontrarse con el marqués allí.

Por la tarde tomó el tren que lo llevó de vuelta a Roma.

Esa noche Jacobo no durmió en casa de Farinelli, sino en el hotel Palazzo Dama, en el barrio de Spagna, en el que tenía reservada habitación. “A este amigo de Rinaldi no se le va un detalle. Ha tenido en cuenta hasta el barrio”, se dijo.

Cuando volvieron de Hungría, Farinelli le había insistido en que abandonase su habitación junto al huerto y se instalase en el sobrado de la casa, en la habitación de invitados, que tenía vistas a la calle, pero él declinó la invitación porque le gustaba más quedarse dormido oyendo el rumor de las acequias que el escándalo que formaban los cascos de los caballos al pisar el adoquinado.

Al día siguiente tomó el barco que, previa escala en Bari, lo conduciría hasta Corfú.

El trayecto hasta Bari fue incómodo. Soplaba un poniente fuerte y el mar, como una niñera torpe e inexperta, mecía el barco a empellones, mientras el viento arrullaba a los pasajeros con una nana áspera y desentonada.

Jacobo decidió permanecer en su camarote leyendo hasta que el temporal amainara. Poco a poco, sin embargo, conforme agotaba un capítulo sin interés, se fue sumiendo en una mansa modorra. Lo despertó el estridente silbido del vapor y respiró aliviado al comprobar que el violento vaivén de las olas había desaparecido.

Se incorporó y subió a cubierta. Estaba atestada de pasajeros admirados de la belleza de la costa. “Es Bari”, le informó un hombre de arrugada levita azul.

Bari se asentaba sobre un peñasco largo y abrupto. Se desparramaban las casas encaladas por la ladera, como espuma de almendro, hasta llegar a una bahía en forma de herradura. Entretenido en la contemplación de aquel paisaje, no vio Jacobo, hasta que estaban ya cerca de las amuras del barco, las lanchas dispuestas para trasladar a los viajeros hasta el muelle.

Jacobo dejó el equipaje en su camarote y preparó una maleta con lo necesario para pasar ese día en Bari, ya que el barco no zarpaba hasta el día siguiente.

Se subió a la lancha que le señaló un oficial. Allí se sentó junto al hombre de la arrugada levita azul y conoció a su familia: una señora alta, enjuta y tan pálida que daba la impresión de que por la noche hablara con espíritus, y dos niños delgados y lívidos como su madre. Calculó que en su lancha viajaban más de veinte pasajeros.

A pesar de que había asientos sin ocupar en la embarcación y que la cubierta del vapor se veía atestada de gente, el oficial dio una orden y los remeros se dirigieron al puerto.

Se cruzaron con otras barcas vacías, que no parecían tan recias ni lucían tan bien pintadas como la que él ocupaba. “Son las de los pasajeros de tercera”, dijo el hombre de la levita. Se había dirigido a su mujer y a sus hijos, pero ninguno las miró. De pronto, su mujer dio una arcada y empezó a vomitar dentro de la lancha. Al poco, sus hijos, con perfecta sincronización, hacían lo mismo. Un remero les gritó: “Señora, niños: para qué está la mar”.

Al llegar al puerto, tomó un coche de caballos y pidió al cochero que lo condujera a un hotel. El cochero asintió y dijo:

–Le llevaré al Thompson, que es de unos ingleses que atienden muy bien a sus huéspedes. En él trabaja mi cuñada de limpiadora y, conociéndola, seguro que no encuentra usted una mota de polvo.

Paseando en coche por las calles de Bari se sorprendió Jacobo de que no tuviera la monumentalidad de la mayoría de las ciudades italianas, pero al adentrarse en el barrio antiguo, se dijo que aquella ciudad no necesitaba edificios imponentes ni impresionantes esculturas para ser extraordinariamente hermosa.Llegaron al hotel. Se trataba de una casona de estilo victoriano, cuya arquitectura resultaba aún más chocante, porque la del resto de los edificios de la calle era típicamente mediterránea. Parecía que alguien hubiera encargado una réplica del barrio a un maquetista y que este, por error, hubiera colocado la casa en esa calle en lugar de la que realmente le correspondía: Notting Hill, en Londres.

Al pasar al interior, Jacobo sintió un fuerte impacto, porque aquel espacio parecía sacado de un grabado de la revista The Ilustrated London News, que recibía Farinelli, representando casas inglesas victorianas: chimeneas de cornisa y de ornamentación en los paneles; molduras muy elaboradas que daban forma y figura a las habitaciones; una bóveda decorada con rosas en el techo del salón principal…

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