Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 40. Parte I)

Una vista del muelle de Cádiz en el siglo XIX.

Una vista del muelle de Cádiz en el siglo XIX.

Esa mañana Jacobo recibió en el hotel un telegrama con remite de Hungría. En él, el conde le requería (“con toda urgencia, porque quiero saldar definitivamente mi deuda contigo”) para que aceptara la totalidad de las acciones de la compañía naviera. Para ello le indicaba el nombre y la dirección de un notario de Cádiz, donde la compañía tenía su sede.

Jacobo se propuso acudir a la notaría al día siguiente, decidiendo también que aprovecharía para visitar al conde de Caserta, ya que tenía muchas ganas de verlo y contarle sus andanzas desde que embarcó rumbo a Italia.

Se dispuso entonces a cumplir el plan que tenía fijado para esa mañana: encontrar a Mencía. Para ello recorrió de arriba a abajo el centro de la ciudad, entrando en las tiendas más elegantes y los bares de moda.Desesperado porque no la veía por ningún sitio, se dirigió al escritorio de las bodegas del marqués. Lo había visto por fuera muchas veces. Era un edificio que de niño le parecía imponente, pero ahora –después de conocer los palacios que había visto en Europa– lo veía pretencioso. Estaba provisto de amplios ventanales con rejas imaginadas por un obseso del churrigueresco. En la fachada principal, con grandes letras de hierro, el nombre de la firma; sobre ella, como el halo de un santo, una corona dorada de marqués.

Se situó enfrente para ver si conseguía verla entrar o salir. Al rato, como no aparecía, empezó a escudriñar los ventanales del primer piso, porque sabía que era costumbre que en ellos estuviesen ubicados los despachos de los dueños y altos directivos de las bodegas. Tampoco tuvo éxito, así que se dedicó recorrer con parsimonia las ventanas del bajo. Se acordó de que le había contado don Julián que el marqués quería que su hija aprendiera todo sobre el negocio y pensó que –aunque conociendo el orgullo del marqués, era muy improbable– quizás la hubiera destinado a los escritorios, donde trabajaba el personal administrativo. Allí tampoco se la veía.

Al fin, decidió entrar y preguntar por ella.

–Buenos días –dijo al botones que atendía la puerta–, querría hablar con la señorita Mencía, la hija del señor marqués.

–Está de viaje en París, señor –respondió el botones–. Si quiere, puedo pasarle razón de su visita al director de la bodega.

–No, gracias. Es una visita personal. Soy amigo de la señorita –respondió Jacobo desalentado–. ¿Y sabe cuándo tiene previsto volver?

–He oído que, por lo menos, tardará un mes. Según se dice por aquí, ha ido con su madre a hacerse el traje.

Debió de ver la cara perpleja de Jacobo, porque precisó:

–El traje de novia me refiero… Aunque eso lo sabrá usted mejor que yo.

–Sí… claro… por supuesto… –contestó torpemente Jacobo mientras se marchaba abatido–.

Sentía un fuerte impacto en las sienes y una llamarada de calor en el pecho, como si el ángel exterminador le hubiese golpeado con su espada de fuego.

Según lo que tenía previsto, al día siguiente Jacobo tomó el tren que lo conduciría hasta el muelle conocido como ‘El Trocadero’, en el que acababa la línea férrea. El resto del camino debía hacerlo en uno de los vapores que regularmente salían en dirección a Cádiz. El viaje duró poco más de media hora.

Enseguida divisó el perfil de las casas sobre el mar. Las cúpulas amarillas de la catedral y los esbeltos miradores se copiaban en el agua. Con el resol, la ciudad parecía un gran zarzal incendiado.

Una vez que hubo desembarcado, se dirigió a casa del conde. El gran portón de entrada, coronado por un copete con el escudo de los Caserta, estaba abierto. Pasó al zaguán y llamó a la campanilla de la cancela. Tuvo que esperar un tiempo hasta que apareció el viejo criado que servía la comida cuando Jacobo estuvo allí, arrastrando los pies y refunfuñando.

Como imaginaba, no lo reconoció. Le interrogó sobre el motivo de su visita y él le respondió que deseaba ver al conde.

–¿Y tiene usted cita concertada con el señor conde? –preguntó–.

–No, pero estoy seguro de que… –respondió Jacobo–.

El criado lo interrumpió; lo miró con cara antipática (Jacobo estaba seguro de que se estaba diciendo: “¿Para qué me habrá hecho bajar el lechuguino este?”) y contestó:

–Sin cita, en esta casa no se recibe a nadie.

Iba a insistir Jacobo, cuando oyó desde la galería del primer piso:

–¿Jacobo, pero eres tú? ¡No puedo creerlo! ¡Qué alegría! Ginés, por favor, conduce al señor al gabinete… Bajo enseguida.

Con evidente contrariedad, el criado guió a Jacobo hasta una habitación muy luminosa. Altas puertas de fina palillería, que en otro tiempo no presentaría el tono amarillento de ahora, permitían ver el jardín de la casa. La fuente octogonal de piedra labrada estaba seca… “Qué pena de fuente, tan preciosa y sin agua. Tengo que buscarle solución”, se dijo Jacobo.

Igualmente, algunos de los magníficos muebles presentaban la necesidad de urgente restauración.

–Amigo, venga ese abrazo –oyó decir mientras admiraba un magnolio esplendoroso de blanco–.

Se volvió y vio al conde que avanzaba hacia él con los brazos abiertos.

Tras un largo abrazo, se sentaron los dos en un sofá de cuero. El conde dijo, a la vez que le daba una palmada cariñosa en la rodilla:

–Estoy deseando que me cuentes todo lo que te ha sucedido mientras has estado fuera, aunque –y sonrió– no hay que ser adivino para saber que las cosas te han ido espléndidamente. El corte de ese traje que llevas puesto lo delata.

–Así lo haré –respondió Jacobo, riéndose abiertamente–. Pero, antes que nada, dígame cómo está su familia.

–De salud, bien. Lo que nos tiene angustiados…

Hizo una pausa, como si dudara de que debiera continuar la frase que había iniciado. A fin de cuentas –pensó– aquel joven era un extraño a la familia. Al fin dijo:

–Lo que nos tiene angustiados es la liquidez. La verdad, Jacobo, es que andamos mal de dinero…

Jacobo comprendió entonces el motivo de que aquella casa luciera tan descuidada. A pesar de ello, le resultó sorprendente la confianza que le mostraba el conde al revelarle aquello.

–Desde hace cuatro generaciones –siguió el conde– los Caserta nos hemos dedicado a la importación de productos de América. Hace unos tres años se nos presentó la oportunidad de hacernos, en exclusiva y durante diez años, con la mayor parte de la producción de caña de azúcar de Cuba. Parecía un negocio magnífico porque su demanda europea era muy alta. El problema radicaba en que necesitábamos invertir una suma elevadísima de dinero. Calcula: el cosechado, el transporte, el almacenaje y, sobre todo, el precio de compra… En resumen, mucho más de lo que en ese momento podíamos disponer, por lo que no nos quedaba otro remedio que recurrir al crédito bancario. Un banco holandés aceptó la solicitud y nos concedió un préstamo, aunque con la condición de que fuera garantizado con la hipoteca de nuestros bienes. Confiados en la rentabilidad del negocio, aceptamos. Lo que nunca pudimos imaginar es que unos pocos meses después nuestra relación con los Estados Unidos se haría tan tensa que acabaría en guerra. En el momento en que estalló todo el cargamento de caña de azúcar estaba depositado en quince grandes almacenes que habíamos comprado en el puerto de La Habana… El verdadero desastre para nosotros, sin embargo, comenzó realmente cuando los americanos bloquearon la salida a alta mar de todos los barcos con pabellón español. Pensábamos que sería cosa de pocos días que nuestra Marina liberara el bloqueo, pero no fue así: pasaba el tiempo y seguía manteniéndose. El caso es que la cosecha almacenada acabó pudriéndose, y nosotros prácticamente en la ruina… En conclusión, que para evitar que el banco ejecute las hipotecas no tenemos más remedio que dedicar la casi totalidad de las rentas de nuestros bienes al pago del préstamo… Pero, bueno, seamos optimistas: con tenacidad, inteligencia y sobre todo con la ayuda de Dios, confío en que cambie pronto la situación y podamos vender los almacenes de La Habana, que tienen muchísimo valor porque son los mejores del puerto.

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