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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 41. Parte I)

Un notario en su oficina, obra del pintor barroco holandés Cornelis de Man (1621-1706).

Un notario en su oficina, obra del pintor barroco holandés Cornelis de Man (1621-1706).

Ya de vuelta en el hotel, hizo avisar a sus padres para que bajaran a la recepción. Tardaron solo un minuto porque estaban preparados desde muy temprano. Enseguida apareció ‘El Tabardillo’, con su cara renegrida, sus ojos color billete del Banco de España, su voz afillada y su cetro de acacia.

–Buenos días, don Jacobo y la compaña –dijo el corredor–. Cuando ustedes gusten nos vamos. No hace falta ni tomar un coche de caballos porque la casa está ahí mismito… A la volá de un cuervo viejo.

Efectivamente la casa estaba cerca del hotel, junto a la plaza más importante de la ciudad.

–Aquí es. Calle de los Alquiladores, una calle de postín como ustedes saben.

Se pararon delante de una casona de tres plantas y fachada de piedra finamente labrada. ‘El Tabardillo’ abrió con dificultad la puerta: “las cosas de la humedad, que hace que las puertas se hinchen”, dijo apurado.

El zaguán se separaba del patio por una cancela. Nada más cruzarla, a la izquierda, se veían dos estantes atestados de libros; a la derecha, la escalera. El patio se protegía del sol y la lluvia, como es corriente en Andalucía, con una montera de vidrio, y los vanos de sus muros perimetrales se habían recubierto de un cierre de hierro y cristal. Al asomarse al patio, Jacobo miró hacia arriba y le agradó, sobre todo, la librería instalada en la pared de la galería de la primera planta, repleta de tomos de buena encuadernación.

Se acordó entonces de las palabras que una vez oyó pronunciar a Enrico de Peruggia: “Como decía Heine, donde se quiere a los libros también se quiere a los hombres”. Se dijo: “A los hombres y a las cosas. Esta casa seguro que ha sido muy cuidada por su dueño”. Al fondo, se veía otro patio más pequeño poblado de plantas.

Subieron al piso principal. A la izquierda de la escalera se abría el salón, dividido en dos espacios por una arcada de piedra; el muro de la derecha lo ocupaba entero la librería que había visto desde el patio. “Está claro que los dueños son, además, gente de gusto”, pensó. El resto de la planta estaba conformada por la cocina y varias dependencias.

La tercera planta se destinaba a dormitorios. El que daba a la calle –la habitación más luminosa de la casa, pues recibía luz de tres balcones– copiaba exactamente el salón, incluso en la arcada de piedra.Jacobo miró a su madre. Se la veía deslumbrada por los altos techos, la amplitud de las habitaciones, las arcadas, los cuartos de baño... Sonrió y dijo:

–Juan, no hace falta que nos enseñe la otra casa. Nos quedamos con esta.

–Pero, don Jacobo –protestó él– he dejado la otra para el final, porque usted sabe que lo mejor siempre se deja para lo último. Yo creo que debería verla, es una maravilla y…

–No insista, Juan. Esta casa cumple con lo que queremos mis padres y yo. No nos hace falta ver ninguna más.

‘El Tabardillo’ no había dicho el precio que pedían los dueños y temía que el entusiasmo de Jacobo se diluyera al hablar de dinero, así que puso todas sus armas de corredor antiguo al servicio de esa casa:

–No, si yo se lo decía más que nada por no quedar mal con el dueño de la otra. Casa más luminosa y bien cuidada que esta no hay en toda la ciudad… qué digo en toda la ciudad, en toda la provincia… Y lo mejor de todo es la relación entre lo que es la casa y el precio que piden por ella. Una ganga, don Jacobo. Cuando se lo diga se va a reír.

Y se rieron tanto los tres viendo lo bien que manejaba ‘El Tabardillo’ los recursos de su oficio que hasta Jacobo se olvidó por un momento de la boda de Mencía.

‘El Tabardillo’ había citado a Jacobo a las once de la mañana del día siguiente en el notario para firmar la escritura de la casa, pero llegó antes.

Andaba en ese momento ‘El Tabardillo’ trajinando sin parar entre las mesas de los oficiales. Entraba y salía de los despachos como si fuese él y no el notario quien firmara las escrituras.

Nada más verlo, se fue hacia él con una sonrisa de oreja a oreja:

–Qué alegría verlo, don Jacobo. Pase usted que le voy presentar al notario.

Lo tomó del brazo, llamó a una puerta y, sin esperar permiso, la abrió e hizo pasar a Jacobo.

–Don Antonio –dijo enfáticamente–, tengo el gusto de presentarle al marqués de Fuentes.

Jacobo volvió a sentir la impresión de que se referían a alguien ajeno a él al oírse llamado por su título.

El notario se levantó y dijo mientras le tendía la mano:

–Mucho gusto. Mi notaría y yo mismo estamos a su disposición para lo que necesite.

Jacobo le tendió la mano. Era un hombre de aspecto grave, con cara de procónsul o de abad mitrado. Aunque, en realidad, a lo que se parecía rotundamente era a un notario: vestimenta seria, ojos estudiosos y barba tan perfectamente trazada que solo podía ser el resultado del trabajo de un barbero-dibujante. Lo que más llamaba, sin embargo, la atención de él era su cabeza blanca de sol albino, capaz de iluminar sin luz artificial las estanterías de su despacho, repletas de protocolos.

–Lo mismo digo, don Antonio –contestó Jacobo estrechándole la mano–. A su disposición.

Al poco llegaron los vendedores. Tal como había supuesto Jacobo, era un matrimonio con aspecto elegante y distinguido. Él tenía rasgos de finura espiritual, concentrados sobre todo en unos ojos marrones que desprendían ese brillo confiado y entusiasta de los lectores verdaderamente avezados, esos que han leído mil historias y se las han creído todas.

El notario se sentó presidencialmente en la silla de cuero, tan bien tallada como su barba. Sacó un lápiz de los muchos que había en un recipiente de plata y empezó a leer en voz alta la escritura que había preparado su oficial: “Vendedores, don tal y doña tal, médico y sus labores apostólicas respectivamente, ambos con domicilio en… Y, por otra parte, don…”.

Una vez que terminó la lectura de las cláusulas de la compraventa, se dirigió a los presentes:

–Tengan la amabilidad de firmar al final de lo escrito. Dejen por favor espacio para mi firma, que el notario rubrica la escritura el último.

Después hizo sonar la campanilla que tenía sobre la mesa.

Apareció el oficial y el notario le pidió:

–Abelardo, haga usted el favor de insertar tras el nombre del comprador “Marqués de Fuentes”.

–Muy bien, don Antonio –contestó el hombre recogiendo los pliegos–.

Jacobo, los vendedores y ‘El Tabardillo’ se despidieron del notario, quien les dio las gracias protocolariamente, alzada su barbilla de procónsul o abad mitrado y exhibiendo en todo su esplendor la barba perfectamente modelada y su cabeza albina.

Ya en la puerta de la notaría dijo ‘El Tabardillo’:

–Y ahora vamos a tomar una copa, que con una copa se han celebrado desde siempre aquí el buen fin de los tratos. Convido yo, señores.

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