Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 43. Parte I)

Escritorio de las bodegas Jiménez Varela, en El Puerto, en 1946. (Foto Pantoja. Colección de Vicente González Lechuga)

Escritorio de las bodegas Jiménez Varela, en El Puerto, en 1946. (Foto Pantoja. Colección de Vicente González Lechuga)

Dos días después de aquella conversación con su abogado, estaba desayunando Jacobo cuando le entregaron una nota de don Rafael en la que le citaba para el medio día en los escritorios de la bodega del marqués.

Dio un paseo por el centro y después se dirigió andando hacia allí.

Al llegar, saludó al botones que le atendió la vez anterior, quien lo acompañó hasta una sala de espera lujosamente decorada. Nada más entrar se dirigió a una espléndida vitrina de caoba, repleta de libros sobre enología y viticultura.

–Si todo marcha como debe, serán suyos en poco tiempo.

Se dio la vuelta. Allí, sentado en un sillón tras la puerta, estaba don Rafael.

–Ya veremos –respondió Jacobo en tono serio–.

Apareció un hombre de aspecto pulido y gesto grave.

–Caballeros –anunció–, el señor marqués les espera en su despacho. Hagan el favor de seguirme.Cruzaron por varios despachos y llegaron a un pasillo decorado con retratos de los antepasados del marqués. El botones se paró ante una puerta, llamó y se escuchó:

–Adelante.

Pasaron y allí estaban el marqués y su abogado. El abogado se levantó para estrechar las manos de Jacobo y de don Rafael, pero el marqués permaneció sentado, saludándolos de mala gana, sin mirarles a la cara.

–Me ha dicho mi abogado –dijo el marqués con evidente irritación-–que querían ustedes mantener una reunión conmigo. Díganme lo que desean porque tengo muchas ocupaciones.

Don Rafael miró a Jacobo, quien le hizo una seña para que iniciara él la conversación.

–Pues no perderemos el tiempo con cortesías –enfatizó el abogado–. Mi cliente quiere que le venda usted el negocio.

El marqués se fijó por primera vez en Jacobo.

–¿Nos conocemos?

–Sí, soy amigo de su hija Mencía. Dábamos juntos clases de piano con don Julián. Para apartarme de su lado, me mandó usted a Italia a estudiar con Farinelli, aunque después no le pagó ni una lira del coste de mi estancia en su estudio. A pesar de ello, le estoy agradecido. Si no hubiera sido por su plan, hoy yo no estaría aquí… Al menos en la posición que estoy.

–Claro. Usted es el hijo de mi afinador de fuentes –y remarcó el “mi” haciendo una pausa en él–. No sé lo que habrá hecho para volver aquí dándoselas de marqués y ejerciendo de matón… Ya me han contado que le pegó a mi yerno porque le gastó una broma.

–No sé lo que le habrán contado ni lo que usted entiende por broma, pero si me vuelve a gastar otra, igual o parecida, su yerno volverá a sangrar por la boca.

–Tranquilidad, señores, tranquilidad –medió el abogado del marqués–.

–Efectivamente, va usted de matón –respondió el marqués–. Espero que, al menos, mi yerno haya aprendido que cuando un caballero tiene que enfrentarse a un villano nunca debe mancharse las manos, sino buscar a otro villano que se las manche por él. Los caballeros solo deben tratar, incluso para partirse la cara, con caballeros.

Aunque Jacobo sentía hervirle la sangre, no hizo nada. Los abogados lo miraban indecisos por cuál podía ser su reacción. Al fin, dijo en tono sereno:

–No he venido aquí a que usted me dé lecciones de caballerosidad, marqués. Si las hubiera necesitado habría elegido antes cualquier tabernucho o un prostíbulo que este despacho. Sin embargo, he pedido a mi abogado que lleve la negociación y quiero que sea él quien siga con ella.

Don Rafael sintió algo plácido en su interior. Al marqués se le hincharon las venas del cuello cuando oyó las palabras de Jacobo. Iba a replicarle cuando dijo don Rafael:

–Pues sigamos donde estábamos. Mi cliente quiere que le venda usted la bodega.

La cara del marqués sufrió la metamorfosis de los grandes arrebatos de cólera: comenzó a temblarle la nariz mientras se le sumía el labio superior. Sin embargo, como Jacobo no los había presenciado nunca, se extrañó mientras se decía: “Se le está poniendo cara de ese perro inglés con cara de huevo… el bull terrier… No, de perro no: ¡de conejo!”

No fue mala la primera impresión de Jacobo, porque la reacción del marqués no fue de pacífico roedor, sino de perro de lucha. Gritó:

–¿Este negocio de cinco generaciones en manos del hijo de uno de mis trabajadores, de un simple empleado?... ¡Jamás! Cada una de las cepas de mis viñas y cada una de las botas de mis bodegas me lo recriminarían cada noche. Durante más de dos siglos se han sentido dueñas de sangre azul, y ahora quieren ustedes que pasen a ser de un patán, hijo de otro patán.

Jacobo contestó sin levantar la voz:

–Marqués, por eso mismo que acaba usted de decir conocí la sangre de quien usted llama ya yerno, y no vi que tuviera un color distinto que la mía. En cuanto a las cepas y las botas no se preocupe usted por ellas, me agradecerán que invierta mi dinero en cuidarlas en lugar de gastarlo en las mesas del casino de Montecarlo, en borracheras y en una mujer que, por su escote, no era ninguna marquesa.

Se volvió a oír la voz del abogado del marqués:

–Tranquilidad, señores, tranquilidad.

El marqués se quedó mirando a Jacobo con la boca abierta:

–Eso de lo que me está acusando es muy grave. Solo un malnacido se cree lo que los chismosos cuentan.

–Mis ojos no son unos chismosos, marqués. ¿Quiere que le diga el día y el hotel en que se hospedaba y que le describa la pinta de la… digamos, señorita, que lo acompañaba?

–Tranquilidad, señores, tranquilidad –repitió otra vez el abogado–.

–Y usted cállese, imbécil –le gritó el marqués–. Me está poniendo más nervioso con tanta “Tranquilidad” que estos dos facinerosos… Parece la propaganda de una tila.

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