Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 5. Parte II)

Obras de Horacio en una edición del siglo XVIII.

Obras de Horacio en una edición del siglo XVIII.

Al cabo de un rato, ya vacías las botellas, el cochero dijo que tenían que marcharse. Se despidieron de aquellos hombres con un apretón de manos, que Jacobo sintió como garras, y se subieron al coche para enfilar de nuevo el camino a Cádiz.

Llegaron a casa del conde de Caserta ya vencida la tarde. El conde los recibió con amabilidad, aunque se percibía su enfado.

–Me aseguró el señor marqués que llegarían ustedes a la hora de comer –dijo–.

–Sí, pero es que hemos tenido una avería –respondió el cochero tan tranquilo–. Una de las palomillas del eje de la rueda trasera, que no estaba bien prendida a la solera.

El conde, que no debía ser muy ducho en mecánica de coches de caballo, solo acertó a contestar:

–Ah, bueno.

El cochero se despidió del conde y, para su sorpresa, a Jacobo le dio un abrazo. Aquel día descubrió a un Serafín que no imaginaba: profundo al hablar de las palmeras; chabacano cuando alternaba con los salineros; cariñoso con él, cuando siempre lo trató hoscamente…

El conde le condujo a una habitación y le dijo en un tono afectuoso:

–A las nueve –y miró su reloj de bolsillo–… Dentro de nada, vamos, es la cena. Arréglate y baja al comedor.

Jacobo se vistió con lo que le pareció más arreglado. Al entrar en el comedor empezó a sentirse incómodo. Se trataba de una cena familiar, pero se respiraba en todo una formalidad que él no había conocido nunca. Poco a poco, sin embargo, al ver que nadie estaba pendiente de él, se fue relajando, y participó en la comida como uno más de los comensales: el conde, la condesa y sus tres hijos.

El comedor estaba decorado con gusto exquisito, aunque los ropajes de las cortinas y la tela del sofá se veían ajadas. Lo mismo se descubría en la casaca burdeos del criado que servía la mesa: brillos en los bordes y hasta algún siete, zurcido con el primor con que se cose una herida de guerra. Si Jacobo hubiera tenido algo más de experiencia de la vida no le habría pasado inadvertido que la nobleza de aquella familia estaba muy por encima de sus caudales; pero no, él seguía impresionado por la plata de la vitrina y los candelabros de bronce que alumbraban la mesa. Está claro que solo los insensatos o los inexpertos no se fían de las apariencias.   

Tras un rato de sobremesa, el conde se levantó de su sillón y los demás lo imitaron.

–Buenas noches –dijo–. 

–Buenas noches –respondieron todos–.

El conde ofreció el brazo a su mujer y, juntos, se perdieron por la galería.

Jacobo se dirigió a su habitación. Se sentía agotado después de aquel largo día.A pesar de su cansancio, sin embargo, esa noche no durmió. Se le entremezclaba la sensación de alegría por haberse hecho realidad su sueño de iniciar una vida que le permitiera poder casarse con Mencía, con la tristeza de no haber podido despedirse de ella. Había preparado minuciosamente una declaración de amor en la que le pedía que lo esperase hasta su vuelta en unos pocos años.

Al día siguiente desayunó con la familia del conde de Caserta, quien –con el fin de cumplir fielmente el encargo de su amigo el marqués– no paraba de inventar planes que tuvieran entretenido a aquel joven hasta el momento mismo de embarcar. Tras un paseo por la ciudad, el conde propuso a Jacobo:

–Nos gustaría oírte tocar el piano. El marqués me ha contado que eres un genio.

Durante un rato, hasta la hora del almuerzo, Jacobo estuvo tocando para la familia del conde, que aplaudía entusiasmada al término de cada pieza.

Cuando el mayordomo se acercó a la condesa para decirle algo discretamente, ella convocó a la familia al comedor. Una vez todos alrededor de la mesa el conde le dijo a Jacobo que había pedido a su cocinero que el almuerzo fuera frugal:

–Nunca has viajado en barco y puede ser que te marees y empieces a vomitar. Es más prudente que lleves poca comida en el estómago –le explicó–… Por cierto, tengo algo para ti. Y le puso en las manos dos libros. Uno, era un gastado diccionario Español-Italiano; el otro, una diminuta edición de las obras de Horacio escrito en letra Ybarra.

–Los dos te resultarán muy útiles. Como verás, el diccionario lo he usado bastante en mis viajes a Italia. Te recomiendo que durante el viaje vayas memorizando algunas palabras corrientes: comida, tren, equipaje, billete, calle, plaza… Las que imagines que vas a usar más frecuentemente. El otro es para que te entretengas y aprendas. Ya verás cómo este librito, a pesar de su pequeño tamaño, es muy grande en su contenido y te ayudará a adquirir una buena cultura. Cuando leas alguna idea que te llame la atención, haz el esfuerzo de retenerla, no te arrepentirás nunca de haber seguido este consejo.No le extrañó lo atento y amable que se mostraba el conde, porque aparentaba ser un hombre cariñoso y poco estirado. Nada que ver con el padre de Mencía.

Después de apurar el último sorbo de su café, dijo el conde a Jacobo:

–Ha llegado el momento de marcharnos. Jacobo se fue hacia su habitación, recogió su escueto equipaje y se subió al coche donde ya lo esperaba su anfitrión.

Jacobo se quedó sorprendido cuando, justo antes de subir a la pasarela del barco, el conde lo retuvo un momento y le dijo: “Me caes bien, muchacho. Te voy a dar otro consejo de viejo: nunca te parezca demasiado grande un sueño, porque a los sueños grandes es más difícil perderlos de vista”. Después le dio un abrazo.

Al llegar a la cubierta Jacobo entregó su billete al oficial y un marinero lo condujo hasta un angosto camarote de popa.

Al rato, entre los gritos con que se comunicaban entre sí los tripulantes, el barco empezó a moverse lenta y muy ruidosamente.

Jacobo inició un paseo por la cubierta del barco hasta llegar a proa. Allí se quedó asomado a la barandilla. Veía alejarse la tierra y pensó que tras aquellos cerros que se elevaban al fondo estaban su pueblo, tranquilo como un viejo mastín dormitando en la campiña; su casa; la viña, los cerros de su infancia… Mencía. Sintió una profunda tristeza.

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