Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 50. Parte II)

Escudo del Reino de Hungría con la Corona de San Esteban (1867-1915).

Escudo del Reino de Hungría con la Corona de San Esteban (1867-1915).

Miró expectante al director, que conservaba un gesto de completa tranquilidad. En ese momento tenía la barbilla sobre el puño, como si estuviera haciendo por recordar. Al cabo de unos segundos respondió:

–Señoría, no puedo decir con absoluta seguridad si fue él quien se llamó marqués de Fuentes o lo hizo uno de sus padres. Puede ser que lo dijera él, pero no estoy seguro. Tengo en la cabeza más bien una voz femenina… No puedo responder rotundamente sí o no a esa pregunta.

Jacobo sintió un hondo alivio. “En cuanto lo vea, le doy un abrazo que le rompo la espalda”, se dijo.

Se oyó entonces la voz del juez:

–En la causa que se sigue contra el detenido, decreto su libertad provisional sin fianza. Considero que solo hay indicios de culpabilidad contra él y no existe riesgo de que pueda ocultar pruebas o sustraerse a la acción de la Justicia puesto que tiene arraigo en la ciudad. El próximo día veinticuatro tendrá lugar el juicio.

El abogado de la acusación particular protestó:

–Con la venia, señoría. Para qué demorar la causa veinte días si casi todas las pruebas se han practicado en la vista de hoy. Propongo, este viernes próximo. Tres días son más que suficientes.

Don Rafael iba a intervenir cuando oyó decir al juez:

–Denegada su protesta, letrado. La instrucción policial ha sido muy deficiente. Se dice que el acusado se ha atribuido públicamente el título de marqués de Fuentes, pero no se ha probado que no sea efectivamente su legítimo titular. Habrá que dirigir oficio al ministerio para que certifique sobre el nombre de quien ostenta hoy el título y comprobar si es él o no.

–También la defensa se propone pedir una certificación oficial, señoría –replicó don Rafael–, pero no solicitaremos el auxilio de Juzgado, sino que, por razones que no procede esclarecer en este acto, la gestionaremos nosotros mismos. El documento será aportado a la causa en cuanto lo recibamos.

El juez asintió con la cabeza. Se oyó entonces la voz del conde protestando:

–Pero, señoría, el marqués de Fuentes es don Alonso de Villacid y Gil de Arellano, no este usurpador. Es muy amigo mío y del marqués de San Juan de Aliaga, incluso…

–Señor conde, eso que usted dice será verdad, pero su palabra no puede suplir una certificación del ministerio, así que haga el favor de guardar silencio.

Dio por terminada la sesión y todos salieron de la sala.

Al marqués, al conde y a su hijo les salía fuego por la mirada.

Jacobo miró al director del hotel y él le devolvió una discreta sonrisa.

Cuando salieron a la calle, los padres de Jacobo estaban allí esperándole. En la acera de enfrente vio Jacobo, como una sombra, una mujer vestida con una larga capa azul con capuz ribeteado de piel, que se perdió entre la gente.

Jacobo se dirigió a don Rafael:

–No comprendo muy bien las estrategias de ustedes, los abogados. ¿Por qué no ha presentado el decreto? Podíamos haber demostrado que el título de marqués de Fuentes no es un título español, sino que me fue concedido por el emperador de...

–No es cosa de estrategia, don Jacobo –le interrumpió el abogado–. La razón es más grave: han sustraído de su casa el cuadro que lo guardaba.

Jacobo se quedó helado:

–¿Que han robado el cuadro del decreto?... ¿Pero quién… para qué?

–Para qué es fácil responder: para que no pudiésemos presentarlo hoy en la vista; quién, estamos seguros de que ha sido la mujer que pedía en la puerta de su casa y a la que usted contrató. Está claro que no era el único que le pagaba…

–Pero, ¿y entonces? –preguntó Jacobo–.

–Ya hemos empezado a indagar dónde vive. Tenemos una pista, pero debemos estar prevenidos por si no la encontramos. Solicitaremos a la embajada del imperio en Madrid una copia testimoniada del decreto que le designa a usted con el título de marqués de Fuentes. Estoy tratando de constituir además otra prueba… Ya he iniciado las gestiones necesarias, pero no sé si será posible su práctica.

–¿A qué prueba se refiere?

–Fíese de mí, don Jacobo. Tantos años de ejercicio profesional me han demostrado una verdad que tengo como máxima: si cuentas tu secreto al viento, no culpes a los árboles por revelarlo. Un secreto que no es de uno solo no es verdaderamente un secreto.

–Usted sabe más, don Rafael –respondió–. Confío plenamente en lo que decida. Mañana mismo escribiré a la embajada en Madrid. Guardo una carta de recomendación que me entregó la emperatriz por si alguna vez necesitaba de los servicios del embajador… Si no me la han robado también.

–Pues vamos a recoger esa carta. No creo que se le presente mejor ocasión de hacer uso de ella.

Una vez que llegaron a su casa, Jacobo sacó de un cajón de la mesa de su despacho una carta sin lacrar escrita con una letra delgada y puntiaguda, muy elegante. Estaba dirigida a Helmut Lippe-Knovsky, barón von Poznamslic. En el remite figuraba una corona y debajo un nombre: “Valéria, K”.

–Mañana mismo nos entrevistaremos –dijo don Rafael– con el cónsul en la región para presentarle esta carta y rogarle que solicite la copia testimoniada del decreto por vía diplomática. Antes del juicio estará aquí y en cuanto llegue la presentaremos al juez para que archive el caso.

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