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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 55. Parte II)

Dibujo de un juicio en el siglo XIX.

Dibujo de un juicio en el siglo XIX.

A petición de don Rafael el juez pidió al agente judicial que hiciera pasar al portador del cuadro a que se había referido la testigo. Entró en la sala ‘El Tabardillo’ que llevaba en sus manos el paquete. Lo colocaron delante de la testigo y don Rafael le pidió:

–¿Señora, puede quitarle el envoltorio y decirnos si es el cuadro que sustrajo de casa de don Jacobo?

Ella quitó el papel y dijo:

–El mismo.

El juez se dirigió al funcionario ordenándole:

–Agente, haga el favor de acercar el cuadro al estrado.

El agente lo colocó con cierta dificultad sobre el estrado y el juez, después de ojearlo con detenimiento, concluyó:

–Está escrito en alemán y yo no entiendo ese idioma, pero leo claramente el nombre del acusado y debajo la expresión “Marquis de Fuentes”. No hay que ser traductor oficial de alemán para concluir que “marquis” quiere decir “marqués”, en español. Tengo así por acreditada la legitimidad del acusado para titularse marqués de Fuentes… Y todavía nos queda otra sorpresa ¿verdad, letrado? –dijo dirigiéndose a don Rafael–.

–Yo diría que sí, señoría –respondió–.

–¿Y sabe ahora el nombre de su testigo o tampoco?

–Perdóneme, señoría, pero tampoco.

–Bien, enseguida lo sabremos. Que pase el testigo.

Apareció el funcionario de Correos y Telégrafos. Parecía tan asustado que el juez le pidió que no contestara a ninguna pregunta hasta que se serenara. El hombre dijo:

–Estoy nervioso porque nunca he estado en un juicio, pero ya estoy bien.

El juez dio la palabra a don Rafael, que preguntó:

–¿Recuerda haber recibido una carta de la embajada de Waldenz-Smareva dirigida a mi nombre, Rafael Gaztelu?

–Sí señor, se recibió la semana pasada –contestó–.

–¿Y por qué no se me entregó?

El hombre dudó sobre si responder. El juez le apremió a hacerlo y dijo:

–El sargento de la Guardia Municipal me ordenó que le avisara enseguida si llegaba una carta a nombre de usted, porque lo estaba investigando por cosas muy graves. Cuando se recibió en la oficina así lo hice. Vino a recogerla y me amenazó con acusarme de ser cómplice del delito si le advertía a usted de su llegada.

El sargento escondió la cara entre las manos.

El juez dictaminó:

–Se levanta la sesión. Teniendo en cuenta la trascendencia que para el honor del acusado tiene este pleito, no dictaré sentencia in voce, sino escrita. Sin embargo, a la vista de lo declarado por los últimos testigos, debo deducir testimonio e incoar procedimiento penal contra los implicados. Que todo el mundo abandone la sala.

Miró a los bancos del público y aclaró:

–Todo el mundo, menos el marqués de San Juan de Aliaga, el conde de Henestrosa y su hijo, el sargento de la Guardia Municipal y doña María Josefa Casares Molina, que deberán permanecer en la sala.

Una vez que la sala quedó vacía de público les exigió que se acercaran al estrado. Cuando lo hicieron todos, se dirigió al secretario judicial y le ordenó:

–Levante acta de que las personas aquí presentes quedan imputadas de diversos delitos, con la condición de autores, inductores o cómplices. Los cargos son los siguientes: un delito de ocultación de documentos, del artículo 375; un delito de retención de correspondencia privada, del artículo 218 y un delito de acusación y denuncia falsa, del artículo 340… En relación con doña María Josefa no consta que conociera el plan de los otros imputados, por tanto, aunque no se ha acreditado el valor del cuadro que sustrajo, cabe suponer racionalmente que es inferior a diez pesetas, ya que el documento que guarda carece de valor económico, por lo que se abrirá juicio contra ella por la comisión de una falta de hurto, de artículo 606, castigada con pena de uno a treinta días… Cuando el secretario concluya la redacción del acta hagan el favor de firmarla. El juicio se celebrará en un plazo no superior a dos meses; entretanto, se decreta la libertad provisional de los imputados, que comparecerán cada lunes en este juzgado.

Mientras, fuera ya de la sala de vistas, después de dar las gracias a don Rafael y de abrazarse con sus padres, Jacobo se dirigió hacia la condesa Darankházy, que esperaba en el pasillo con una cara que era un turbión de alegría.

Nada más ver a Jacobo, le dijo:

–He venido porque a Su Alteza Imperial y a mí nos preocupó mucho lo que nos contaba tu abogado en la carta que envió… Pero también porque –y sonrió– echaba de menos esa risa tuya. “Risa de campanilla”, dice Su Alteza Imperial. Ya sabes que Garten der Freuden es un palacio muy hermoso, pero su atmósfera es exageradamente triste desde que murió Su Alteza, el príncipe Férenc-Rodolphe. Es verdad que tu fuente sirve de consuelo a Su Alteza Imperial, porque oír la voz de su hijo es lo más parecido a tenerlo a su lado, pero después la pena es aún mayor, por eso no sé si eso tu invento es bueno para ella o no… Creo que también ella tiene dudas y ahoga su pena en los viajes. En cuanto vuelva tenemos previsto viajar a Ginebra. En cualquier caso, es verdad que hubiera venido en persona si no hubiera tenido que atender compromisos de Estado.

–Gracias, Teresa –contestó Jacobo–. Me consta –y ahora, todavía más– el afecto que Su Alteza Imperial y tú me tenéis… Como también tú sabes que os correspondo en la misma medida. Me gustaría que te quedaras unos días aquí, pero no sé si tu agenda –o más bien la de Su Alteza– te lo permitirá.

–No, no me lo permite. Salgo inmediatamente de vuelta para Viena. Allí me espera Su Majestad para, como he dicho antes, tomar el tren hasta Suiza.

Se despidieron afectuosamente. Jacobo no se esperaba que la condesa le diera un beso mientras le decía palpando la tela de su levita: “Veo que has visitado a los sastres de Savile Row”.

A Jacobo se le escapó una carcajada y su risa llenó aquel pasillo. Hacía tiempo que los hoyos de sus mejillas no se le hundían tanto en la piel.

Jacobo se marchó andando a su casa. La mañana le parecía una de las más hermosas que había visto en su vida.

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