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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 57. Parte I)

Fotografía de un banquete de bodas a comienzos de siglo XX.

Fotografía de un banquete de bodas a comienzos de siglo XX.

Para los invitados, la celebración de la boda fue larga, refinada y espléndida; para Mencía, que se sentía el corazón al filo de un abismo, triste.

Los comensales, ajenos a todo lo que no fuera esplendor, celebraron sobre todo las perdices flambeadas al brandy. Cada vez que alguien se dirigía al conde de Henestrosa para alabar el plato él contestaba:

–El marqués ha puesto el brandy y yo los pájaros… ¡No van a estar sabrosos si antes de ayer mismo volaban las besanas de El Retamal! Solo tuve que transmitirles a mis guardas el número que había indicado el jefe de cocina, y a ellos les bastó una noche para cazarlas con red… ¡Con red, eh! –enfatizaba–. En el cortijo no ha sonado ni un tiro desde hace un mes, por eso estoy seguro de que nadie podrá decir que se ha encontrado un plomo en la carne.

Si el interlocutor ponía cara de pasmo al oír la referencia a la red no tenía salvación, el conde engolaba la voz –más todavía, si era interlocutora– y empezaba su perorata:

–Yo mismo, con lo que me gusta una escopeta, me divierto mucho cazando pájaros perdices con red. La verdad es que si se sabe dónde duerme un bando, hacerse con una buena percha es coser y cantar, porque esta caza es muy sencilla. La única pega que tiene es que hay que esperar a la luna llena, porque se practica de madrugada, cuando los pájaros duermen. Lo primero, es colocarse una tobillera con cascabeles; después, te echas la red al hombro; enciendes un farol; lo cubres con una funda de buen paño, que oculte su luz, y te encaminas al sitio de la dormida de los pájaros. Conforme te vas acercando, ellos oyen los cascabeles, pero los muy tontos se creen que es una caballería y siguen achantados tan tranquilos. Una vez allí, de un tirón, quitas la tela del farol. Al verse de pronto iluminados, los pájaros intentan levantar el vuelo; es entonces cuando lanzas con un movimiento rápido la red, desplegándola sobre ellos. Quien tenga una mijita de destreza en esta caza es raro que no enganche diez o quince perdices en cada lance.

En cuanto veía la ocasión, se despedía y se marchaba a otra mesa en busca de alguien a quien poder deslumbrar con la misma historia.

Tras los postres, los novios pasaron por cada mesa para agradecer a los invitados su asistencia. Al llegar a una, formada por amigos del novio, uno de los comensales hizo un comentario grosero sobre las noches de boda. Todos rieron villanamente, incluido José. Mencía sintió un escalofrío: hasta ese momento no había reparado en que, en un rato, se encontraría a solas con su marido en la intimidad del dormitorio.Fue precisamente su padre quien sugirió a los novios que abandonaran el salón y se marcharan a su nueva casa. Posado su brazo sobre el hombro del conde de Henestrosa dijo con voz espesa:

–Estamos comentando los consuegros –y miró al conde, que asintió con una sonrisa pícara– que ya está bien de cortesía con los invitados. Ha llegado el momento de que los afectos os lo dediquéis nada más que el uno al otro. Queremos –y guiñó a los dos, en un gesto de complicidad– tener pronto nietos… Y ya se sabe que no puede haber camada sin cama.

El conde y su hijo soltaron una risotada, pero Mencía miró a su padre tan fijamente que él sintió aquella mirada como una puñalada fiera, lo que le hizo recobrar en un segundo la lucidez mermada por el alcohol.

–Bueno –dijo obviamente agobiado– tampoco es tan urgente que os marchéis. Tenéis toda una larga vida por delante.

El conde, sin embargo, insistió:

–Ya le he dicho hace un rato a Curro, el cochero, que tuviera preparado el coche, así que es mejor que os marchéis a estrenar vuestra nueva casa… Y vuestra nueva cama. Riendo, miró a su consuegro, sorprendiéndose de verlo tan serio. El marqués sabía que había metido la pata con su hija y no quería ahondar en el error.

La sorpresa no hizo, sin embargo, que el conde desistiera de su broma. Era evidente que no había advertido la mirada furiosa de su nuera.

–Y como ha dicho –siguió– aquí mi consuegro, no puede haber camada sin cama. Mencía notó que, de pronto, la abandonaba aquella ira mal contenida. Viéndose vestida con ese hermoso traje de seda blanca y finos encajes; la burla de la tiara de brillantes y zafiros; el ramo de azucenas inútiles en la mano… empezó a sentirse como una mariposa clavada en un alfiler. Con el pecho atravesado de un punzante dolor, se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. Su padre, el conde y su marido se quedaron paralizados por la sorpresa. Fue el marqués quien primero reaccionó:

–José, vete con ella enseguida. La conozco bien y nunca le he visto esa cara. No sé en qué va a romper, pero debes actuar con mucho tacto. No fuerces ninguna situación.

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