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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 57. Parte II)

Detalle de la obra ‘Después de la boda’ (1874), de Abetos Zhuravlev. Galería Regional de Tambov (Rusia).

Detalle de la obra ‘Después de la boda’ (1874), de Abetos Zhuravlev. Galería Regional de Tambov (Rusia).

José lucía un gesto estúpido. No alcanzaba a comprender por qué su mujer se había marchado de pronto, corriendo y sin ninguna explicación. Tampoco él, como su padre, había advertido la angustia de su cara. Siguió, sin embargo, la orden de su suegro y salió con paso inseguro del salón.

En el asiento trasero del coche, Mencía miraba hacia el lado contrario al que su marido llegaba y no solo no giró la cabeza cuando él se sentó a su lado, sino que ni tan siquiera respondió cuando él preguntó en tono vacilante:

–¿Vamos a casa?

El camino lo hicieron en silencio. Mencía seguía mirando hacia el mismo lado y él no sabía qué hacer. Tan solo pensaba: “¡Qué situación, qué situación!”

Ya los dos en su nueva casa, ella se dirigió al dormitorio y él, que seguía con el pasmo subido, al salón. Se sirvió una copa de brandy y, mientras la apuraba, seguía diciéndose, aunque ahora en voz alta: “¡Qué situación, qué situación!”

Al terminar la copa, decidió que lo mejor era subir al dormitorio. Ya vería qué hacer, según la viera. “Deben de ser los nervios de la primera vez”, se dijo.

Mencía seguía vestida de novia. Estaba sentaba en el diván apretando un cojín contra su vientre. Tenía el gesto profundamente serio. Lo miró y dijo:

–Espero, José, que no estés tan borracho como para que mañana se te haya olvidado lo que voy a decirte ahora.

Él la miró entre asustado y sorprendido. Desde que habían abandonado el banquete, eran las primeras palabras que le oía, aunque lo que lo que más le impresionó fue la serenidad con que sonaban.

–No estoy borracho –dijo–. Por lo menos, no tanto como para que mañana no me acuerde de lo que me vayas a decir. Te escucho.

–Me alegro –respondió ella–, porque mis palabras de ahora servirán para siempre… O, por lo menos, mientras dure nuestro matrimonio.

José sintió un escalofrío. La miró entre temeroso y confuso:

–Te escucho, Mencía.

–No voy a andarme con rodeo ninguno. Y, sobre todo, voy a ser muy clara. Los dos sabemos que estamos juntos en esta habitación porque así lo han querido tu padre y el mío, pero ni tú me quieres a mí, ni yo siento, no ya amor, sino ni siquiera afecto por ti… A pesar de ello, ahora somos marido y mujer. Nuestros padres esperan de ti que dejes las juergas y sientes la cabeza; de mí, que dé un heredero a las bodegas de nuestras familias… Del mismo modo que estoy segura de que tú les vas a defraudar, yo voy a cumplir con lo que esperan de mí y les voy a dar ese heredero. Sin embargo, como para ello tengo que contar contigo, te voy a señalar las dos condiciones que van a guiar nuestra relación: la primera, es que estarás conmigo solo cuando yo lo diga; la segunda, que no volverás a ver a tu amigo Bertie… Por lo menos hasta que nazca el niño.

Apretó aún más el cojín contra su vientre e hizo un ademán de asco:

–No estoy dispuesta a consentir que me toquen las mismas manos que quizás hayan tocado a ese amigo tuyo un rato antes… Después del nacimiento podrás verte con él, pero lo harás con tal discreción que nadie –¿Me entiendes, José?: nadie– pueda ni siquiera imaginar que estáis juntos… Como ves, no te exijo fidelidad, sino respeto.

José la miraba atónito por la fría firmeza con que su mujer se expresaba. A pesar de ello, se atrevió a decir:

–Bien, Mencía. Ya veo que es verdad que ibas a ser muy clara… Lo has sido incluso para referirte a mi relación con Bertie. Yo también voy a ser contigo igual de claro: del mismo modo que estoy de acuerdo con tu primera condición y la cumpliré tal como me lo has pedido, no permitiré que me impidas ver a Bertie, porque…

Ella le interrumpió:

–Veo que has percibido el sentido de mis palabras, pero no su tono. No son propuestas, José, sino condiciones… innegociables: he dicho que no volverás a encontrarte con Bertie hasta que nazca mi hijo y no lo verás.

Él, angustiado como estaba, no advirtió el uso del posesivo, en singular, que había hecho su mujer. Solo acertó a responder, probando con el tono más decidido que fue capaz de encontrar:

–Y a mí me parece que tú no has entendido que no pienso cumplir esa condición.

–Lo harás –replicó Mencía mirándole fijamente a los ojos–… Lo harás si no quieres pasar muchos años en la cárcel acusado de cómplice en el asesinato de ‘El blanco de Benaocaz’. Sé que tú escribiste la carta a su padre y si no cumples esta prohibición que te he hecho lo sabrá también la justicia... Y lo sabrá exactamente en el mismo momento en que yo sospeche –fíjate bien, José, solo sospeche– que la has infringido. Me plantaré en el juzgado con cualquier escrito tuyo y al juez no le hará falta ningún calígrafo para comprobar que la letra de la carta y la de ese escrito es la misma.

–¿Y cómo sabes tú que yo…?

De pronto, pareció desmoronarse y siguió:

–No volveré a ver a Bertie… Mañana mismo hablaré con él para decírselo.

–La prohibición –replicó Mencía– ha comenzado, te lo he dicho al principio, desde este mismo momento. Escríbele.

José no dijo nada, porque se le habían perdido las palabras… El dolor se le había hecho laberinto.

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