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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 6. Parte III)

Simulación de la época del asesinato de ‘El Blanco de Benaocaz’ (Revista Semanal Ilustrada 1883).

Simulación de la época del asesinato de ‘El Blanco de Benaocaz’ (Revista Semanal Ilustrada 1883).

-¿Y usted sabía que le podían dar la orden de matar a alguien?

–Sí, pero pensaba que esa orden nunca me la darían a mí, sino a gente bragada y violenta, que los hay… Y menos todavía me podía imaginar que me encomendaran matar a un obrero como yo. Ahora, lo peor fue cuando descubrí que la sentencia de muerte que dictaron contra el pobre hombre que asesinamos nada tenía que ver con la lucha de la clase obrera, sino que solo buscaba encubrir la deuda que tenían con él unos de la comisión.

Mencía comprendió que no debía de seguir indagando en aquel asunto. Iba a cortar la charla cuando escuchó decir al hombre:

–Desde que supe que la muerte que nos encargaron era solo para ocultar una deuda no puedo dormir. No comprendo cómo a mis años pude dejarme engañar por esos Corbacho y su padre. Y menos todavía cuando todo el mundo sabe que son unos miserables que piden dinero que nunca devuelven y que prestan a obreros cobrándoles unos intereses que no pueden pagar.

Se interrumpió. Estuvo un momento dudando hasta que dijo en tono pesaroso:

–Ya le he contado demasiado.

Mencía se estremeció. Aquel hombre no solo le había confesado ser el autor de un crimen y el nombre de los instigadores, sino que era miembro de una de esas hermandades secretas que se habían convertido en el objetivo primordial de la Guardia Civil. Se dio cuenta de que era partícipe de un terrible secreto. A pesar de ello, aquel hombre le infundía confianza y decidió conocer todo lo que él quisiera contarle:

–Y dígame, Cristóbal…

–Cayetano –le corrigió él–. Cayetano Expósito, pero todo el mundo me conoce como Cayetano de la Cruz.

–Perdón. Yo me llamo Mencía. ¿Cómo supo usted que lo habían engañado dándole la orden de matar a ese hombre por traidor a los trabajadores? –le preguntó.

–Por un gesto que vi hacer a uno de la cuadrilla, Manuel Gago, primo –fíjese usted qué maldad– de El Blanco de Benaocaz, que así se llamaba aquel pobre desgraciado. Era el encargado de llevarlo hasta el sitio donde lo esperábamos para darle muerte. En cuanto cayó, empezó a registrarle el bolsillo de dentro de la chaqueta y le quitó un papel que guardaba en él. Pocos días después, mientras los dos bebíamos en una venta le pregunté por aquel papel y me dijo que Pedro y Francisco Corbacho le habían encargado que, una vez muerto su primo, le registrara ese bolsillo y les llevara el papel que encontraría. Como yo no podía entender que un pobre hombre como El Blanco pudiera tener un papel que fuera un peligro para la clase obrera, le pregunté sobre él al Gago y me quedé helado cuando me dijo que era solo un documento que a ellos les interesaba mucho porque en él los Corbacho reconocían adeudarle cincuenta y tres duros y medio.

–Pero entonces –le interrumpió Mencía– es verdad que la verdadera razón de la muerte de ese hombre fue ocultar una deuda.

–Pues sí. Y eso es precisamente lo que me tiene sin sueño, señorita. He matado a un hombre solo para que los Corbacho no tuvieran que pagar lo que le debían. Quitarle la vida a alguien porque sea un traidor a los de su clase está justificado, pero por lo que asesinamos a El Blanco…

El hombre hizo una pausa y tomó aliento:

–Había pasado una semana desde que supe lo del papel y seguía sin ser capaz de dormir. Mi mujer no sabía nada del crimen, pero se imaginaba que algo grave sería para que yo anduviera siempre tan inquieto. Cuando le dije que me quitaba de en medio y me iba a Madrid a trabajar, vi que descansaba… Y aquí estoy, señorita. Tan desesperado por haber cometido ese crimen que hasta se lo he contado a usted, arriesgándome a que me denuncie a la primera pareja de la Guardia Civil que se presente… Pero no sé, a lo mejor se lo he contado para que lo haga, para que me detengan y me juzguen, a ver si desaparece este cargo de conciencia que no me deja vivir.

–No le denunciaré, Cayetano –contestó Mencía–. Creo que debe ser usted mismo quien decida lo que hacer con su vida. ¿Sabe que si lo detienen lo pueden condenar a pena de muerte? He oído decir a un militar, amigo de mi padre, que todos los de las sociedades secretas que hayan asesinado a alguien pasarán por el garrote.

–Claro que lo sé… Y no me importa si me ajustician. Ahora mismo, incluso veo el garrote como una liberación. El tornillo es un segundo, pero la conciencia no para en todo el día. Además, si denuncio a los que matamos a El Blanco y la Audiencia no me manda al verdugo, serán ellos los que me envíen otro que no necesitará ningún juicio para dejarme tirado en cualquier vereda.

Mencía estaba impresionada. Aquel hombre tenía un fondo que se contradecía con el poco valor que parecía darle a la vida humana.

–En cualquier caso –dijo–, si lo detienen a usted pediré a mi padre que le busque un abogado que le defienda. Es el marqués de San Juan de Aliaga… En lo que no podrá echarle una mano es en lo de la venganza de sus compañeros. Él conoce a mucha gente, pero no creo que a nadie de una hermandad secreta. En cualquier caso, le preguntaré.

–Yo le ruego que no haga nada, señorita. Olvídese de esta conversación que es un peligro para usted. No hable con nadie… Y menos con su padre, hágame caso. No se lo debería de decir, pero no tengo más remedio para que comprenda que es mejor que no comente con él esta charla. Aunque usted no se lo crea, su padre ha tenido trato con las hermandades: fue juzgado por una.

–Eso es mentira –contestó ella alzando la voz–. Conozco a mi padre y sé que tiene mal genio y es muy severo con sus trabajadores, pero no explota a ninguno obligándole a trabajar de sol a sol, alimentándolo solo con pan cocido con ajo, como hacen la mayoría de sus amigos. Además, nunca ha permitido que sus aperadores contraten a esquiroles. Ninguna hermandad ha tenido motivo para juzgarle por oprimir a sus obreros.

–Señorita, usted conoce a su padre como padre, no como amo de sus trabajadores. Eso que dice es verdad en parte, pero las hermandades no solo juzgan por la explotación de los obreros en su trabajo, sino por otras razones. Y créame que solo porque el maestro ese de música manda la hermandad que juzgó a su padre, se salvó de la muerte. Si en lugar de ser él, que siempre trata de buscar la verdad en las denuncias que le llegan, hubiera dado con los Corbacho, hoy su padre no viajaría con usted en este tren.Mencía, sintió una punzada en el pecho.

–¿El profesor de música? ¿Se está usted refiriendo a don Julián Ceballos?

El hombre hizo un gesto de contrariedad. Se arrepintió de haber desvelado a aquella muchacha no solo su crimen y quienes participaron en él, sino el nombre del presidente de la comisión que juzgó a su padre. A los otros, seguro que no los conocía porque eran unos zarrapastrosos como él, pero ¿cómo no se le había ocurrido que tal vez pudiera conocer al profesor de música, que era una persona muy nombrada en toda la comarca?

–Como le dije antes –respondió secamente–, ya le he contado más de lo que debía. Me volveré a mi sitio. Y ya sabe: olvide esta conversación y no se le ocurra, por su bien, comentarla con nadie.

Se dio la vuelta y desapareció en el vagón.

Ella volvió a su asiento. Nada más verla, su madre le preguntó:

–Mencía, ¿qué te pasa? Tienes la cara rara.

–Nada, mamá. No me pasa nada. Es el maldito hollín, que me trastorna la cabeza.

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