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Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 6. Parte II)

Vista del juicio por el crimen del 'Blanco de Benaocaz' en la Audiencia de Jerez.

Vista del juicio por el crimen del 'Blanco de Benaocaz' en la Audiencia de Jerez. / Archivo de Diario de Jerez

Entre ellas, la denominada Federación Local de Trabajadores del Campo, en cuyo seno surgieron algunos grupos violentos, que se organizaron creando tribunales populares con facultades no solo de decidir las acciones a ejecutar, sino de ordenar la vigilancia de sus propios miembros con el fin de asegurar que guardaban absoluto secreto de sus acuerdos. La infracción de esta obligación suponía una segura sentencia de muerte.

Sus decisiones solían coronarse casi siempre con éxito. Primero, por la experiencia de los asociados en la comisión de actos violentos: la tradición del bandolerismo en los caminos andaluces era secular, había empezado en el siglo XVIII con Diego Corrientes, y terminó con la ejecución de El Pernales, en pleno siglo XX; y segundo, por la facilidad para cometerlos, ya que en la comarca los núcleos urbanos estaban tan dispersos que dejaban el campo prácticamente desierto. Al no vivir nadie salvo en cortijos y alquerías, muy alejados unos de otros, resultaba imposible pedir socorro ante la acción de cualquier grupo de facinerosos.

A uno de estos grupos violentos pertenecía aquel Cayetano de la Cruz. Un número importante de sus miembros fueron procesados por el crimen que en el juzgado se denominó con el nombre y el apodo de la víctima: “Bartolomé Gago Campos, alias El Blanco de Benaocaz”, y en la prensa “De la Mano Negra”. Había despertado tanto interés en todo el país que incluso escritores y periodistas famosos como Leopoldo Alas ‘Clarín’ se desplazaron hasta la sede del tribunal, con el fin de contar a sus lectores el desarrollo de cada una de las sesiones. El proceso concluyó con siete de los miembros de la organización condenados a pena de muerte. Tanta atención levantó en la opinión pública aquel pleito que sus detalles fueron recogidos en pasquines y hasta en aleluyas de ciego.

El ambiente que envolvió al proceso contribuyó a ello.

Primero, por el modo estrafalario en que el comandante de la Guardia Rural manifestó al juez instructor haber descubierto la asociación: se presentó ante él asegurando que había recibido información de un confidente en la que se le aseguraba que, debajo de unas piedras de cierto lugar en el campo, se hallaba un manuscrito referente a la sociedad secreta que estaba sembrando de crímenes de todo tipo el campo de la comarca.

Siguió el comandante explicando que había acudido solo y de noche al lugar indicado y que, efectivamente, en él encontró unas hojas de papel escritas a mano que, bajo el título “La Mano Negra, sociedad de pobres contra sus ladrones y verdugos”, contenían los estatutos y el reglamento del tribunal popular instituido por sus miembros. Enseguida –continuó relatando al juez– se apresuró a copiar a lápiz aquel manuscrito, devolviendo –aunque no explicó con qué fin– los originales al mismo lugar en que los encontró.

Y segundo, por las secuelas penales que tuvo el ajusticiamiento de los condenados. Había que levantar el patíbulo y el presidente de la Audiencia Provincial mandó llamar a todos los maestros carpinteros de la ciudad para designar cuál de ellos se encargaría de la construcción. Todos, sin embargo, declinaron el encargo alegando idéntica razón: temían que los compañeros de los ajusticiados pudieran tomar represalias contra quien levantara el cadalso en el que se les iba a aplicar el garrote vil.

Ante esta situación, la Audiencia acordó que cada una de las carpinterías designara a un oficial, y entre todos ellos construyeran el patíbulo. La orden fue obedecida por todos, menos por uno, que fue procesado por desacato y condenado a pena de prisión de un mes y un día.

En realidad, el carpintero alegó en su defensa que había declinado obedecer la orden del tribunal por miedo, pero algunos historiadores convirtieron esa explicable razón en un acto de heroica lealtad de aquel hombre hacia sus principios, coincidentes con los de aquellos que iban a ser ajusticiados. Sorprende que haya gente que se lo haya creído, pero ya se sabe que por imbécil que sea un autor, siempre encuentra un lector que se le parece. Lo dice San Jerónimo.

Como dijimos, cuando Mencía oyó que aquel hombre era uno de los verdugos de la sociedad secreta a la que pertenecía, se quedó en un hondo silencio. Intuía que se había adentrado en un terreno muy peligroso. Todo el mundo sabía que las sociedades secretas de trabajadores eran muy violentas. Podían llegar incluso a asesinar a aquellos que sus comisiones, una especie de tribunales populares, condenaban. Así, ser conocedora de que aquel hombre había cometido un crimen por mandato de la hermandad la colocaba en un grave riesgo. Solo esto la frenaba de hacer la pregunta que estaba deseando hacer.

Fue él quien resolvió su dilema.

–Usted se estará preguntando –dijo– que cómo es posible que alguien acepte ser miembro de una hermandad sabiendo que le pueden ordenar matar a alguien. Yo ahora también me lo pregunto. Solo sé que cuando entré en ella juré bajo pena de muerte que cumpliría sin discutir las órdenes de la comisión… Al principio las que recibí me parecieron justas: robar garbanzos mulatos o tocino de un cortijo para repartir entre familias hambrientas; obligar al encargado de una finca a que nos entregara las armas que se guardaban en el armero de la casa; dar una paliza a unos vendimiadores que habían aceptado trabajar a destajo…

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