Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 7. Parte II)

Una fuente con dos garzas.

Una fuente con dos garzas.

Giovanni se dirigió hacia una estantería, rebuscó entre papeles y eligió uno, que colocó sobre el atril del piano.

Se oyó la voz de Farinelli:

–No quiero oír la pieza entera. Me interesa solo su último movimiento, la fuga.

Jacobo se tranquilizó porque don Julián le había hecho tocar varias veces esa composición, considerándola una de las más complejas de interpretar. Según él, después de escribirla Beethoven había exclamado: “Ya sé componer”.

Empezó a desgranar las notas del pentagrama y cuando concluyó escuchó decir al maestro:

–Pues no eran solo las ganas del marqués de tenerte lejos. Por fin tengo un alumno al que me voy a divertir enseñando. Qué alegría encontrar una flor entre tanta zarza.

Los demás alumnos ni siquiera hicieron un gesto de enfado. Eran las salidas corrientes del maestro, más que estricto, sarcástico con sus alumnos. “Tocar y cantar ya sabéis; aquí venís a que os enseñe a sentir dolor. Sin sufrimiento puede haber músico, pero no artista”, les decía constantemente.

Una vez que se hubieron marchado todos sus discípulos, Farinelli advirtió a Jacobo:

–Tengo convenido con el marqués que vivirás en mi casa y que no te dejaré volver a España hasta que él me avise. Ahora te llevarán a tu habitación. En media hora se servirá la cena. Puesto que es tu primer día, hoy comerás con mi esposa y conmigo. Es la costumbre en mi escuela.

Gritó un nombre y apareció un criado, que le condujo por pasillos hasta la puerta de una de las habitaciones del piso bajo del palacio.

Era pequeña, oscura y húmeda. Tenía una cama en el centro y, bajo la ventana, una mesa desvencijada. Alguna vez estuvo pintada de blanco, pero la pintura había ido desapareciendo y en los pocos sitios en que aún se conservaba parecía más bien parches. Sobre ella, desordenadas, había partituras, papel en blanco, una pluma y un tintero de hierro; a la derecha, un ropero con un espejo que había perdido el azogue por las esquinas. Desde la ventana se veía el huerto y se oía el agua de las acequias corriendo.

–El cuarto de baño está fuera. Segunda puerta a la derecha. Tendrá que compartirlo con otros alumnos del maestro… Cuando lleguen, claro. Ahora mismo está usted solo –le informó el criado en italiano.

–Grazie mille –respondió Jacobo, mientras le sonreía.

No había entendido todo de las explicaciones de aquel hombre, pero con haberse enterado de dónde estaba el cuarto de baño (“bagno”, “destra”), le pareció suficiente.

Lo primero que hizo Jacobo fue escribir una carta a sus padres y otra a Mencía.

A sus padres les relataba las escasas peripecias del viaje y, con el fin de mitigar la pena y la angustia que estaba seguro que sentiría su madre, les contó la buena impresión que había causado al maestro Farinelli y lo bien que lo había acogido. Decidió omitir la descripción de la habitación, limitándose a explicarles que daba al huerto y que se oía el rumor del agua corriendo por las acequias.

Se dispuso entonces a escribir la carta a Mencía. Nada más poner la pluma sobre el papel sintió una profunda tristeza y se le saltaron las lágrimas: “¿Cómo voy a aguantar tres años sin verla?”, se dolió.Le contó la conversación de su padre y el de ella, y lo generoso que se había mostrado con él al pagarle la estancia y el aprendizaje con un músico de la fama de Farinelli. “Me sentiré agradecido a tu padre toda mi vida, triunfe o no”, escribió. Después de pedirle que lo esperara hasta que terminara su formación en Roma se despidió diciéndole: “Estoy seguro de que en unos pocos años seré famoso y rico, entonces iré a buscarte y nos casaremos”.

Con el corazón estremecido, sacó las cosas que llevaba en su equipaje y las ordenó en el ropero.Después salió en busca del cuarto de baño. Se trataba de una minúscula habitación dividida en dos. Al fondo, se veía un retrete y, a su lado, un cubo de cinc para verter agua después de usarlo. Junto a la entrada, a la derecha, un lavabo; a la izquierda, una bañera. Sobre ella, en el techo, una boquilla a la que llegaba el agua por una tubería de plomo pintada de blanco. Pensó que si quien se duchara no lo hacía con mucho cuidado la habitación entera quedaría inundada. No debió de ser el único que lo había advertido porque en una esquina vio otro cubo también de cinc con un gran trapo dentro, obviamente destinado a recoger el agua derramada.

Se aseó y volvió a su habitación. Se vistió y cerró la puerta, que carecía de cerradura, de tal modo que solo se podía cerrar desde dentro con un pestillo.

Calculó que le quedaba tiempo y decidió dar un paseo por aquel palacio. Observó que el agua de la fuente de las garzas se perdía por debajo del suelo de la galería y se comunicaba con la gran fuente del patio de entrada. Le pareció que la belleza de su arquitectura no se correspondía con el diseño torpe y simplón del sonido de sus surtidores, carentes de musicalidad.

Apareció en ese momento un criado que le dijo:

–Le andaba buscando. El maestro y su esposa ya le están esperando en el comedor.

–Perdón, me he entretenido mirando las…

–No es a mí a quien debe presentar disculpas –le interrumpió el criado con gesto serio y acelerando el paso.Se detuvo ante una puerta forrada de cordobán dorado y la abrió. Se quedó fascinado por la belleza de aquella habitación de paredes enteladas en seda verde y negra. En uno de los extremos de la mesa se sentaba Farinelli. Su grandiosa humanidad parecía, más que acomodada, encajada en el sillón. Dirigió una mirada de reproche a Jacobo, pero no dijo nada.

–Perdón maestro. Me he perdido por la casa –mintió Jacobo.

–Salvo que sea un genio, no quiero ningún alumno mentiroso. Y tú no has demostrado todavía que seas un genio. Te he visto observando, como si la estuvieras estudiando, la fuente desde mi ventana… y por cierto no parecía gustarte mucho. Te presento a Giovanna, mi esposa.

Jacobo dirigió la mirada hacia la esposa del maestro, que permanecía de espaldas a él mirando por el balcón. Ella giró la cabeza y entonces pudo verla. Era de una belleza extraordinaria. Rondaría los cuarenta años, pero aún conservaba plena su hermosura. Sus ojos eran de un color claro indefinido, entre azul y verde; la nariz recta y la boca amplia. Sonrió a Jacobo y dijo en español: “Un placer”.

Ella sintió un sobresalto al ver a aquel joven. Se estremeció ante la espléndida armonía de sus facciones y sobre todo por los hoyuelos que aparecieron en sus mejillas cuando respondió:

–Piacere di conoscerla, signora.

Jacobo se estaba preguntando que cómo era posible que una mujer tan hermosa como aquella pudiera estar casada con un ser deforme como Farinelli, cuando escuchó decir al maestro:

–Siéntate a mi lado, enfrente de Giovanna.

La cena fue espléndida. Jamás había probado Jacobo alimentos como aquellos: ensalada, perdiz y un bizcocho bañado en chocolate líquido caliente.

Mientras comían, Jacobo estaba pendiente de los cubiertos que, con cada plato, usaban Farinelli y su esposa, para utilizar él los mismos. Mientras le servían el postre, el maestro le contó que había conocido al marqués (“Ese marqués tuyo –y remarcó con una sonrisa el posesivo– de San Juan de Aliaga, que no para de presumir de un ilustre título. Lástima que su título no pueda presumir de un ilustre titular”) hacía muchos años, cuando le sirvió unas botas de un brandy extraordinario, y que la última vez que lo había visto, hacía menos de un año, fue en el casino de Venecia en el que había perdido una fortuna sin que la mala suerte le hiciera cambiar el gesto alegre que llevaba puesto en la cara desde que se sentó ante la ruleta.

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