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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 7. Parte I)

Giuseppe Verdi (1813-1901).

Giuseppe Verdi (1813-1901).

Era mediodía cuando Jacobo desembarcó en Civitavecchia. Consultó su guía de viaje y comprobó que tenía que dirigirse a la estación, donde tomaría el tren hasta Roma, situada casi a 80 kilómetros.Con las palabras que, siguiendo el consejo del conde de Caserta, había memorizado y la ayuda del diccionario consiguió llegar a la estación.

Se trataba de una edificación inaugurada hacía pocos años. Consultó los horarios y comprendió que la salida del tren hacia Roma estaba concertada con la llegada de los cruceros. Lo supo porque, nada más entrar en la estación, reconoció a muchos de los pasajeros del barco que habían viajado con él hasta Italia.

Llevaba en el andén unos minutos, cuando oyó a lo lejos el rugido de una máquina envuelta en un humo negro.

Subió y el tren se puso en marcha. En unos pocos días había conocido dos medios de transporte nuevos para él. Se sentó en el banco de madera y se pegó a la ventana.

Las vías cruzaban la pequeña ciudad, aunque poco después recorrían un paisaje muy parecido al de su país: cerros de monte bajo, viñas y olivares, piaras, campesinos doblados sobre la tierra…

Al cabo de unas horas llegó a otra estación anunciada con un cartel de hierro en el que se leía “Roma”.Poco tenía en común con la de Civitavecchia. Era enorme y todo en ella parecía una babel: viajeros de toda condición con las ropas sucias de hollín; mozos provistos de carretillas ofreciéndose a gritos a trasladar los equipajes; vendedores de agua y de comida; viejos y desempleados que gastaban sus horas en ver la llegada y salida de gente; y sobre todo mendigos, mendigos con ese gesto triste, indolente y desdeñoso, que es igual en todos los del mundo.

Siguiendo la indicación de un mozo de la estación, Jacobo salió por una de las puertas laterales, atravesó la cantina y se encontró con un jardín. Cruzó la verja de entrada y siguió una vereda trazada con bojes. Caminando por aquel jardín sintió, de pronto y sin saber por qué, una profunda tristeza.

Lo hubiera sabido de haber viajado más. Jacobo solo conocía tres estaciones de trenes: la de su pueblo, aquella de Civitavecchia en la que había tomado el tren del que se acababa de bajar, y esta de Roma.Nadie ha sabido nunca explicar por qué los ingenieros han sentido siempre la fijación en sus proyectos de incluir un jardín junto a las estaciones de trenes. Más aun, cuando resulta obvio que estas rechazan las plantas y las flores como linde, seguramente porque piensan que los jardines son expresión de culturas antiguas, y ellas la imagen viva del progreso y la modernidad.

Llenas de irritación, las estaciones se vengan de ellos con su mejor arma, los trenes. De ahí que el vivo verdor propio de las plantas va mudando en los jardines de las estaciones, primero en un tono opaco, y después –una vez que el vapor de las máquinas ha hecho su trabajo– en otro negruzco.Pero las pérfidas estaciones no se conforman con teñir de oscuro los troncos y ramajes de los jardines que las rozan, sino que combaten hasta su espíritu.

No hay jardín que no tenga el sueño de la soledad y el deseo de que sus plantas se duerman con el trino de los pájaros y el murmullo de las fuentes, pero estos de las estaciones –y no digamos en la época en que Jacobo paseaba por aquel de la estación de Termini– no conocen la paz ni el sosiego: el silbato de los trenes, el resoplar del vapor y el chirriar de cadenas y ruedas, roban la serenidad y el silencio a veredas y plazuelas. Además, para mayor escarnio, hacen que sea la velocidad de los vagones y no la fuerza del viento quien la mayoría de las veces meza las plantas.

El caso es que la disputa entre jardines y estaciones se resuelve inexorablemente con victoria de estas… Basta pasear por cualquier jardín de estación para notar una palpable sensación de derrota. Es el reflejo de su estado de ánimo, apenado de que sus veredas no las fatiguen pasos, sino miradas… Pero miradas relámpagos: los viajeros las ven, pero no les da tiempo a mirarlas. Contemplar un jardín de estación es tan triste como ver la luz de la luna desde la cárcel.

Aquel jardín por el que paseaba Jacobo se convirtió de pronto en un cúmulo de bullicio y de prisas. Lo fueron rebasando grupos de hombres y mujeres que andaban a paso rápido y cara de sofoco. Todos tenían pinta de emigrantes. Ellos cargaban pesadas maletas de madera; ellas, las cajas de mimbre en las que llevaban la comida.

Los espacios abiertos entre las umbrías los poblaban viejos alimentando palomas; las oscuras veredas, muchachos alimentando lujurias por culpa de las estatuas de diosas y ninfas desnudas que se alzaban a cada tramo.

Las fuentes estaban secas y, de vez en cuando, se oía a una tórtola recitando la tragedia del ciprés en el que se estaba posada.

Jacobo cruzó la verja de salida de aquel jardín y llegó a una calle ancha y llena de gente. Preguntando a transeúntes encontró la casa de Farinelli. Todos ellos sabían dónde vivía. Evidentemente era un personaje famoso en Roma.

La casa del maestro era muy hermosa: fachada de piedra con frescos que representaban dioses romanos; ventanas y balcones de magnífica forja y una puerta de elevado copete en el que aparecían finamente tallados instrumentos de música.

Entró en el zaguán y tiró de una campanita de bronce. Enseguida apareció un criado elegantemente vestido con casaca. Jacobo soltó la frase que llevaba memorizada:

–Maestro Farinelli, per favore. Vengo de la Spagna per imparare musica.

–¡La Spagna! –repitió el hombre–. Fammi il favore, entra.

Jacobo entendió aquella frase solo por el gesto que le hizo con el brazo para que pasara al interior de la casa. Cuando después el hombre soltó: “Il Maestro egli è in attesa”, Jacobo sonrió amablemente, pero sin entender más que la palabra “maestro”.

El criado le señaló un sofá y en él se sentó. Al poco volvió, indicándole con un gesto que lo siguiera.Cruzaron un patio porticado en cuyo centro se levantaba una gran fuente circular de mármol, coronada por una ninfa que sostenía un ánfora en sus manos, y llegaron a una galería acristalada. Tras ella se veía un jardín con otra fuente de la que emergían unas garzas de bronce que vomitaban agua por sus picos. Se oía una hermosa voz de barítono entonando una música vibrante. Jacobo la identificó enseguida: “es el Questa o Quella, de Rigoletto”, se dijo.

De pronto, aquella melodía fue interrumpida por un grito espantoso:

–¡No, no, no, Mario!. Stai assasinando Verdi.

Aún estaba Jacobo estremecido por aquel grito cuando el criado le hizo pasar.

Allí, sentado en un enorme sillón, entre cojines de seda, estaba Farinelli. Ninguna de las representaciones que se había hecho Jacobo del aspecto del maestro se asemejaba a la real.

Farinelli era un hombre bajo –las piernas le colgaban del sillón– y de una gordura colosal: se le derramaba carne por todo su cuerpo de buey. De entre aquellos cojines emergía su tremenda figura de Buda de verdad, redivivo, con esa obesidad apabullante y opulenta de Buda. Él debía de ser consciente de que todos veían en él la encarnación del Sabio Iluminado, porque vestía con una túnica de seda naranja e hizo el gesto de unir sus manos en vertical bajo su barbilla bovina, a modo de saludo a Jacobo.

Sin embargo, la realidad lo contradecía porque su mirada opaca, realzada por hondas ojeras, no era la de un dios, sino la de un ángel caído, ahíto de voluptuosidades.

–Pasa, spagnolo. Siéntate aquí a mi lado a escuchar a estos torpes asesinos del talento del divino Verdi.Hablaba un español correcto, con la melosa musicalidad del italiano.

Jacobo se sentó a su lado y le pareció que estaba contemplando a un hombre reflejado en un espejo convexo, tan ancho y abundante se le veía. Calculó que Farinelli pesaría unos ciento cincuenta kilos. El maestro se rió de su propia gracia. Tenía un risa ronca y quemada, como salida del quinto infierno, allí donde precisamente moran los ángeles caídos.

Jacobo, apocado por la inmensidad de aquel hombre, por su nombre famoso y sobre todo por su risa abisal, se sentó, dócil, a su lado.

Después de que, interrumpido a cada momento por los insultos tremendos del maestro, tocara el violín otro alumno, Farinelli pidió a Jacobo que se sentara al piano.

–Vamos a ver si lo que dice tu marqués es verdad o le pueden sus ganas de verte lejos de su casa.Jacobo se quedó atónito ante aquellas palabras, pero recuperó enseguida el aplomo y se dirigió hacia el piano.

Cuando se sentó ante las teclas vio un montón de partituras sobre una mesilla situada a su derecha. Escuchó la voz de Farinelli:

–Vamos a empezar fuerte. Toca la Hammerklavier, de Beethoven. La partitura no está en esa mesa. Ahí solo están las de los torpes.

Se dirigió después a un alumno y le dijo:

–Giovanni, sai dov´é. Portala al tuo collega.

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