Jesús / Rodríguez

La amapola y el paisaje

A cepa revuelta

Esta tarde de mayo hemos estado paseando Sixto, mi suegro; Manena, mi cuñada; Myriam, mi mujer, y yo por la carretera de Morabita. A ambos lados de la carretera, el paisaje es un copiarse unos cerros a otros. Todos son lisos, cónicos y blancos, como osarios de mundos remotos. La abundancia de sus laderas la pueblan la vid y el trigo. La viña está todavía blanda y derraman un olor verde húmedo; el trigo, en cambio, tiene un aroma seco y salado, como de hombre. Ningún fruto como el trigo huele a hombre, a corazón de hombre aventado en la era de la vida.

Hemos girado hasta entrar en el carril que lleva al caserío de la viña "Doña Mencía". Allí dejamos el coche y nos bajamos para iniciar nuestro paseo. Sixto se ha parado un momento para mirar el paisaje. Enseguida se ha dolido de que han demolido la casa que se levantaba sobre un cerro sembrado de viña nueva.

Los demás sentimos también la ausencia de aquella casa y comprendemos su tristeza. Muchas tardes, él y Carmen, su mujer, cuando vivía, repetían este mismo paseo de hoy. Se llegaban hasta la puerta y allí se quedaban un rato mirando el campo y diciéndose que habría que hablar con los dueños para comprársela, junto con una poca de la tierra que la rodeaba. Yo la recuerdo bien : era pequeña, con pinta de haber servido de albergue de gañanes; detrás, tenía una corraliza; y delante, una parra sostenida por horcones. Un pequeño torreón salía al sol en lanza de piedra encalada. Se queja Sixto de que sin ella el paisaje no es el mismo.

Myriam y Manena asintieron y yo protesté diciendo que el Código Penal debería considerar delito romper un paisaje, porque es verdad que las tierras pertenecen a sus propietarios, pero los paisajes son de todos. A fuerza de contemplarlo, llegamos a amar a un paisaje. Lo conocemos como conocemos al cuerpo amado, sus concavidades y sus relieves; sabemos distinguir todas sus señales, las que nos prometen el gozo y las que nos anticipan lo que nos será negado. Un paisaje puede llegar a convertirse en un inmenso cuerpo amado que nos espera cada día, impaciente porque vayamos a habitarlo.

Además, cada paisaje guarda el portento de esperarnos nada más que una vez en la vida. Contemplar un paisaje por primera vez es despedirse de lo que ya nunca más será como es, porque nuestra conciencia evocadora hace que el paisaje que contemplamos hoy se disuelva en el tiempo como el aliento del agua en las nubes. La visita que repitamos, pasado el tiempo, nos traerá un perfil de formas ya conocidas, pero lo presentido por nuestra sensibilidad será distinto, porque habrán cambiado la luz, los olores, las voces y hasta la alegría o la pena que llevábamos puestas entonces en el corazón.

El silbo menudo de un cienlibras me ha devuelto a la realidad y he seguido el paseo, admirando el cultivo. De pronto, en la albarrada que hace de linde entre el camino y el trigal, he descubierto una amapola ofreciendo su humildad al raso.

No he podido dejar de acercarme a mirarla porque me encantan las amapolas. Para mí, una amapola guarda más primavera que un abril entero florecido de almendros. Me gusta de ellas, más que nada, su desafecto hacia la tierra que las nutre y su escepticismo. Su desapego viene de que sienten que la tierra en que han brotado no les pertenece a ellas, sino al cultivo que invaden; y son escépticas porque saben que están donde están sólo por el capricho del viento, que esparció allí su semilla igual que podía haberla esparcido en cualquier otro sitio.

Sin embargo, las amapolas son, más que ninguna otra cosa, flores de una exagerada modestia. Las frívolas rosas se llenan de más vida cuando unas manos las cortan; las amapolas, en cambio, envejecen y se deslustran sólo por la vergüenza de sentir en su tallo el roce de unos dedos tibios. Su humildad no comprende que las yedras busquen el árbol más alto, en lugar del que más sombra ofrece; ni que algunas flores se alarguen ridículamente en un esfuerzo por rozar, no la tierra inminente, sino el lejano cielo. El rojo de sus pétalos no es, como el del pensamiento, el ocaso retenido en unas alas de mariposa, sino una llamita de pudor al sentirse desnudas y encintas por Mayo. Crece la amapola en el trigo y en la viña tan modestamente que un campo de amapolas sólo huele a cereal o a uvas.

Ese espíritu sencillo de las amapolas, que es su virtud principal, es también su perdición, porque los hombres apenas reparamos en ellas ni desviamos nuestros pasos si se nos cruzan en el camino. No comprendemos la función que desempeñan en el campo. Sabemos que las espigas de trigo, los racimos de uva y la pulpa de la remolacha nos regalan una esperanza de pan, de vino y de azúcar, pero las amapolas ¿qué esperan?, ¿qué desconocido afán las agarra a la tierra?. Los hombres no concebimos que pueda haber utilidad en un mero ímpetu de entrega.

Las amapolas tienen cifrada toda su lozanía en que viven poco, pero esta que nos salido al paso a Sixto, a Manena a Myriam y a mí en el carril de una viña ha sabido eternizarse. Con la misma fuerza con la que se aguantó contra el levante, se sostendrá para siempre en nuestra memoria y el paisaje de "Doña Mencía" dejará de ser el mismo cuando dentro de unos meses ella no esté aquí. Ha sido capaz de retener el campo entero en su obra humilde.

Entonces me ha venido la idea de la venganza. Los dueños de la viña nos han arrebatado el paisaje, que ya no es el mismo sin la casa pequeña, su corraliza, su parra sostenida por horcones y el pequeño torreón que salía al sol en lanza de piedra encalada, pero yo les he respondido con lo mismo : he arrancado la amapola de aquella albarrada que hace linde entre el camino y el trigal, robándoles el milagro más hermoso que regaló a sus tierras la primavera.

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