S E cumple este año quinientos desde que Ignacio de Loyola volviera a su casa tras la batalla, maltrecho y herido en el cuerpo y en el alma. Resulta curioso que la Compañía de Jesús celebre el acontecimiento de una herida y se fije en el forzoso reposo para la cura de un joven Ignacio obligado a la postración, desesperado por el tedio incompatible con un espíritu vehemente e inquieto.

¿Cómo celebrar una derrota, un fracaso interior? Porque es ahí donde se inicia su proceso de conversión, su radical voluntad de vivir con un estilo diferente cerca de Dios como único camino para llegar al corazón del Hombre y dedicar su existencia al Servicio.

Lucha contra los egos personales convirtiéndose en uno de los grandes de la Historia y la vida cristiana. El mensaje de Ignacio es hoy -si cabe- mucho más radical, revolucionario, transformador y necesario que nunca. En un mundo secularizado de imparable descristianización -en lo íntimo y lo cultural-, el rechazo al acervo de creencias que nos han sido propias, está siendo sustituido en pequeñas dosis de ingeniería social con leyes, nuevos derechos, costumbres extrañas que nos alejan -bajo la promesa de alcanzar cotas de mayor libertad- de la verdadera liberación humana interior.

La propuesta actual es vivir entretenidos, ocupados y atrapados en una vorágine consumista mientras nos vamos vaciando sin oponer resistencia alguna. Se premia el pensamiento homogéneo, proliferan los ofendidos con todo, proclamamos derechos que acaban siendo cárcel interior empeñados en la reconstrucción de una nueva Historia que pide perdón por los pecados ajenos del pasado para omitir los propios del presente.

El ejemplo de Ignacio sigue siendo nuevo; es reclamo o grito de lo auténtico, de un Cristo Libertador que se abre paso entre tanto sucedáneo falso, entre tanta vida de cartón piedra.

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