
La ciudad y los días
Carlos Colón
Encuentro de gigantes
HABLANDO EN EL DESIERTO
PARECE una moda la provocación, no un estilo nuevo, una escuela renovadora o un movimiento estético perdurable. Si así fuera, ya se habría acuñado el término provocacionismo para añadirlo en un apéndice al famoso diccionario de Juan Eduardo Cirlot. Pero no, es una provocación deliberada, intencionada, con ánimo de molestar, no de admirar o de turbar el ánimo, despertar pensamientos dormidos o incitar a una discusión sobre la función del arte y el deseo humano de belleza. Nada de esto: se quiere llamar la atención y herir la sensibilidad de un sector social minoritario y, por lo general, poco informado de las mareas artísticas de las, todavía, llamadas 'vanguardias'. El provocador deliberado es un artista, cuando lo es, poco o nada culto y con poco o ningún talento. Se vale de representar figuras cristianas fuera de su lugar en la tradición piadosa para escandalizar a viejas beatas o a creyentes de fe frágil.
Provocar es lo más simple del mundo y lo pueden conseguir hasta los tontos. A un artista se le supone inteligencia suficiente como para saber que si su obra es causa de escándalo, el primer asombrado será él, porque en arte la provocación es a pesar del creador, no a posta. Si es adrede, debe menospreciarse, porque denota que el artista está necesitado y quiere dar que hablar, además de presentarse como víctima de la intolerancia. No deben desfallecer. Ahora mismo hay un asunto que llevado al arte con habilidad puede hacer a un artista desconocido mundialmente famoso: el Islam. Póngase al Profeta, a su hija Fátima, a su yerno Alí y a la burra, o burro, que lo transportó al Paraíso en situaciones ridículas, más que irreverentes, tal como se hace con las cristianas. Siempre se dijo que los verdaderos artistas deben ser valientes, pues ahí tienen una forma de demostrar valor.
Ninguna persona cultivada debe hacer comentarios directos sobre los autores de provocaciones, sino muy generales, ni mucho menos indignarse, denunciar o presionar contra ellos. Ni la Iglesia debe hacerlo. Ni un obispo suelto. Cuando un obispo ha protestado por una exposición de irreverencias gratuitas, al autor le ha caído un premio. Los ayatolás lo hubieran condenado a muerte en la plaza pública, y esto es más serio. Las autoridades del integrismo progre, tratándose del Islam, no hubieran montado siquiera la exposición. No se haga propaganda a una raza infecunda, a la indigencia creativa, a los chistosos que confunden la ocurrencia con la inteligencia. Ellos saben que meterse con el cristianismo tiene palmeros, pero al Islam ni tocarlo. No creo que muchos artistas provocadores hayan leído el prólogo a la segunda parte del Quijote. El tonto cervantino siguió con su gran piedra en la cabeza; pero, después de la paliza que recibió del dueño de un podenco, no se la tiró nunca más encima a ningún perro desprevenido: "Este es podenco, ¡guarda!"
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