He salido al almijar nada más levantarme. Después de la lluvia de ayer, esta mañana se ha despertado con un olor a humedad de cántaro. Poco a poco, el campo entero se ha ido llenando de ese aroma y ahora huele como una inmensa sábana verde perfumada de barro.
Querría haber desayunado, pero no ha llegado el panadero. Me he sentado a esperarlo en el almijar y, entretanto, para no perder el tiempo, me he puesto a escribir mi artículo de esta semana. Como no tengo el cuaderno en el que escribo a mano todos mis artículos, antes de pasarlos al ordenador, he cogido un folio del buró de la salita, y me he dispuesto a rellenarlo de palabras. No le había puesto todavía el bolígrafo encima, cuando aquel folio me ha lanzado el desafío que lanzan siempre los folios en blanco a los escritores.
Y es que no hay papel que, sintiéndose en blanco, se resista a lanzar su reto a quien se dispone a llenarlo de palabras. Como tampoco he conocido nunca a hay nadie capaz de aguantar ese desafío, porque una página en blanco incita y excita como pocas cosas en el mundo. Yo, desde luego, no he podido resistirme y he empezado a emborronarla con palabras y a tachar las escritas para sustituirlas por otras. Por ahora, va ganando el papel porque hay muchas tachaduras y ni una sola frase.
Una de las preguntas que más frecuentemente nos hacen a quienes escribimos artículos en los periódicos es cómo nos viene la inspiración. Yo siempre contesto que no me fío de la inspiración, que mi única musa es la rutina. Sólo escribo los domingos por la mañana y siguiendo un rito invariable y exacto: me preparo café y tostadas (dos, poco pasadas y con mucho aceite); me arreglo; me siento en la mesa art-decó que tengo situada frente al ventanal que asoma al parque; leo un ratito el periódico; después lo doblo y lo dejo sobre un extremo de la mesa; abro mi cuaderno… y a escribir.
Será una neurosis, pero si cambio este orden preciso no hay manera de que se me ocurra nada. Seguramente, por eso ando ahora atascado. El jueves, me invitaron a pasar el fin de semana en el campo, acepté y aquí me tienen: ni he desayunado, ni tengo delante mi mesa art-decó, ni el paisaje del parque enfrente; no he podido leer el periódico porque hasta aquí no llega; ni tengo mi cuaderno de siempre, sino este folio retrechero, amenazador y requeteemborronado.
A esta hora de la mañana, la campiña es de un verde brillante. Como el sol anda todavía desperezándose, el rocío se hace el remolón sobre viña; por eso los pámpanos tienen un fulgor encendido, como si se hubieran vestido de fiesta. Se oye un claxon. Miro y veo la carretera, que deslía sobre las besanas su cinta serena. Discurre sobre la antigua cañada real de Magallanes que une Cuartillos con La Barca, y que ahora el progreso ha disfrazado vistiéndola con una túnica de asfalto. Pero aquella cañada y esta carretera, aunque superpuestas, no son lo mismo, porque las cañadas, lo mismo que los caminos y las veredas, son camino y las carreteras nada más que medidas del camino.
Ya he escrito en otra ocasión que las cañadas no se hicieron para unir pueblos, sino para que las pastaran los ganados y para acercar a los pastores a sus casas, y que por eso a la gente del campo antigua le importaba más que la longitud de una cañada, adónde llevaba. Las carreteras, en cambio, se construyen pensando, no en acercar a los hombres, sino en reducir la distancia entre los pueblos. Es verdad que a nosotros nos han regalado tiempo y comodidad, pero le han robado al campo el concepto de silencio, de clausura y de pureza que tenía.
He vuelto al folio. Nada. No se me ocurre sobre qué escribir. Me ha venido entonces a la cabeza un artículo de César Gonzaléz-Ruano que leí hace ya tiempo. En él aconsejaba que si había que empezar una novela y a uno no se le ocurría nada, lo mejor era comenzar con una frase. Ponía un ejemplo : "Adrián estaba aquella mañana furioso…", y terminaba diciendo tranquilizadoramente: "Ya seguirá después Adrián, no se preocupe".
Decido seguir el consejo, pero no se me ocurre ni siquiera un nombre. Entonces, oigo el mío: "¡Jesús!". Levanto la cara y veo a mi amigo Ángel, junto con Lidia, su mujer, los dos en el pescante del carro del que tira la Romera, la mula que entró en el trato cuando compró el campito que tiene muy cerca de este.
¡Qué animal más dócil la Romera! Ángel la azuza por costumbre, pero ella no necesita ser avivada, porque el sino de su especie es obedecer y perseverar en el surco o en el camino. Bueno, no siempre: cuando la Romera se topa con un charco se para, porque los charcos le dan miedo. Entonces, hay que arrearla: "¡Romeeeraaa!". Nada más oír el grito, vuelve el animal sus ojos grandes de lumbre negra hacia el amo y sigue adelante, orillando el agua. Una vez pasada, coge su trote habitual sin que haya que azuzarla ni decirle nada. El mazo de las crines de su cola rebrilla de anca en anca.
A mí me gusta mucho el carácter de los mulos. Más que el de los caballos. Es verdad que cuando se empestillan en lo que sea cuesta trabajo que cejen, pero la gente del campo dice que perciben enseguida si quien lleva las riendas sabe mandarlos, y si notan que sí sabe, rinden toda su terquedad al simple gesto de su mano. Tienen fama de ariscos, pero yo he visto un día a Ángel emocionarse, sólo porque la Romera descansó la cabeza sobre su hombro, vencido por el peso de ese fruto enorme de ternura.
"Mira, Los Frutos es un tema bonito sobre el que escribir, ahora que las encinas empiezan a florecer", me digo. Y es que las encinas están ya preciosas, encendiéndose poco a poco en un ascua dorada. La encina se parece a muchas personas: tienen una apariencia hermosa, pero sus flores no huelen. Además, como no hay manera de grabar en su tronco áspero nuestras iniciales sin quebrar el filo de la navaja, uno piensa que debe ser un árbol durísimo; sin embargo, tanta fortaleza aparente no se aguanta sobre los suelos arcillosos y compactos, esos en donde las lilas -tan delicadas- crecen a sus anchas. No se entiende que la encina representara para los antiguos la Verdad.
Sí, decididamente los frutos son buen tema para un artículo. "A ver si es verdad lo que dice González-Ruano", pienso. Trazo una línea bajo lo que llevaba escrito y escribo: "Curro y yo paseamos entre los entreliños. De pronto, Curro se agacha sobre una cepa y mete la mano entre los pámpanos. Le pregunto de qué se sonríe y me dice que no hay día más feliz en el año para el dueño de una viña que este del envero, cuando la uva palidece y se deforma al apretarla, porque esa blandura significa que la maduración ha empezado y que corre por los pagos una promesa de vendimia"
Releo lo escrito y me gusta, Pero después de diez minutos no se me ocurre nada más. "Curro - pienso - está hoy igual de atascado que yo".
Se equivoca González-Ruano: sin el desayuno, mi mesa art-decó, el paisaje del parque, el periódico ni mi cuaderno de siempre no soy capaz de escribir un artículo. El folio en blanco asusta al escritor, pero ya se sabe que la rutina dulcifica hasta las cosas más aterradoras.
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