Entre la melancolía y el renacer
El cabrito de Anselmo
La torre de vigía
-por allí viene el cabrito del Anselmo. Míralo. Pues anda que no se está poniendo viejo y gordo el joío.
-Y lo malamente que se viste el desgraciao. Si lo viera la pobre de la Virtudes se moría otra vez.
-Dicen que la pobre mujer se murió de los disgustos, porque este es un putero y un cacique. Mira, mira que andares me trae calle arriba, con to lo feo que es.
María y Encarnación, 75 años por cabeza, la una enlutada de por vida y la otra con un trajecito de hacía veinte años; las medias hasta las rodillas y pantuflas, no faltaban a la cita. Con la piel plagada de arrugas, la barbilla llena de vellos canos y los labios en inagotable vaivén, se aferraban al chismorreo como único distraimiento.
-Mira, mira -repitió Encarnación alzando un poco el bastón donde apoyaba sus manos cuando estaba sentada-. Si es que no puedo ni verlo. Vaya vida que le dio a la Virtudes. Con la garrota le daba en la cabeza, mal nacío, vicioso. Caaaaanalla.
-¡Shiiiist! ¡Calla, leche, que te va a oír!
Enmudecieron las dos viejas cuando el hombre que venía calle arriba para ganar la alameda pasó junto a ellas.
-Buenos días, señoras.
-Buenos días, Rafael -respondió una, calló la otra, azorada.
-Pues… pues no era el Anselmo, niña.
-Ya lo decía yo, que andaba muy gordo y muy feo. Es el marido de la Luisa.
-Pos lo hemos puesto vestío de limpio.
-Anda sí. Vamos a tomarnos un carajillo.
Se levantaron las dos ancianas con mil trabajos y bajaron la calle cogidas del brazo.
-Pero bueno -dijo María- que el Anselmo ese es un canalla y un sinvergüenza.
-Pero sinvergüenza. Y seguro que el marido de la Luisa, el que ha pasao, es otro igual.
-Seguro, seguro. Si en el aquí no hay más que eso. Eso y cotillas.
-Di que sí, Encarnita. Valiente mierda de pueblo.
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