HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

El celo de Catón

16 de septiembre 2009 - 01:00

DESCUBIERTA la conjuración de Catilina, Catón, llamado de Útica para distinguirlo de otros del mismo nombre, seguía sospechando que Julio César era uno de los conjurados. En una reunión del Senado entró un soldado y le entregó una nota a César, que éste se guardó con un gesto rápido. Catón vio en el detalle una prueba de sus sospechas y pidió que se leyera el mensaje en voz alta. Julio César se negó diciendo que se trataba de un asunto privado, pero ante la insistencia de Catón, y para no levantar recelos entre los demás senadores, se lo entregó. El rígido Catón se disponía a leerlo cuando comprobó que lo firmaba su propia hermana, Servilia, mujer del famoso Lúculo de los banquetes, en aquel momento en el Ponto en la guerra contra Mitrídates. Aprovechando la ausencia de su marido, Servilia invitaba a César a pesar la noche con ella. Catón reconoció su error: "Es cierto. Es un mensaje personal que no afecta a la seguridad de la República."

En Roma hubo corruptos y conspiradores, y más en el siglo del paso de la República al Imperio, pero como entre los valores republicanos estaban la austeridad y la honradez (virtus llamaban los romanos a la ética civil), si eran descubiertos, les esperaba un oscuro porvenir. Nos parece que la sensación de estar gobernados por partidas de bandoleros es falsa. Queremos creer que los destacados en los periódicos y las acusaciones en el Congreso no responden a una realidad, al conjunto de la realidad; pero sacados de ella y puestos de manifiesto nos crean la incomodidad de no poder presumir de clase política, que es lo natural y deseable, sino el impulso de huir y no estar cerca de los gobernantes. A pesar del desastre que tenemos encima y los que están por venir, a pesar de la nefasta estrategia de contentar a las minorías y dejar a la gran mayoría medio abandonada e indefensa, queremos pensar que nuestros políticos son falsos y engañadores, pero honrados. Las excepciones impiden ver a los cumplidores de la regla.

Otra cosa es nepotismo, aceptado hasta tiempos recientes, siempre que no diera ocasión de escándalo. Lumbreras universales de la Iglesia, la política, la milicia, las artes y todas las actividades nobles humanas empezaron por nepotismo, cuando era habitual elegir a un pariente para determinados cargos de sigilo. No siempre resultaba bien. En el libro que estoy leyendo sobre los israelíes se dice que la Administración y la Policía de Israel son famosas por su honradez, por ser judíos y haber sido adiestradas por los ingleses. Hay excepciones. El nepotismo es, de momento, inevitable: de orígenes muy distintos, los cargos israelíes escogen a sus colaboradores entre antiguos compatriotas, parientes en muchos casos. Nos gustaría que nuestra clase política fuera tan decente como la israelí, menos desconfiada que Catón y que se rodeara de auxiliares valiosos y de mérito, aunque fuera por nepotismo. Si se piden con fe, ocurren milagros.

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