
La ciudad y los días
Carlos Colón
Telebasura, telemanipula
Tierra de nadie
Hay, en la Feria, dos tipos de claveles. Rojos los dos, hermosos y sugerentes, los dos; pero bien diferentes, el uno del otro.
Unos, son claveles que adornan la solapa en la chaqueta de un hombre, o el cabello en la cabeza de una mujer; otros son los que una gitana intenta cambiar por unas monedas. Los primeros son claveles de alegría, despreocupación y baile por sevillanas; los segundos los son de necesidad, sudor y soleá. Siendo hijos de los mismos padres: ¡qué distintos son!
Los unos no pasan de donde están. Mueren, agotados y mustios, en alguna sucia papelera, o resecos y aplastados en el albero de una ciudad de cartón piedra en la que se pretenden olvidar temores, posponer obligaciones y ahogar sentimientos... para nada. Las casetas morirán siete días después de haber nacido, pero nuestros agobios, nuestras responsabilidades y nuestros corazones, seguirán con nosotros igual que antes, sin que hayamos hecho más que aliñarlos con unas cuantas copas de vino y algunos montaditos.
Los otros, esperan alcanzar su destino: llegar a ocupar el lugar de los primeros. No morirán hasta lograrlo. Mientras, tendrán quien los cuide, quien los alimente, quien los mime... porque, de su bienestar, depende el pan de sus protectores. Es una de las muchas paradojas de esa ciudad artificial que llamamos «feria»: pelean, los claveles gitanos, por posarse junto a una peineta de nácar, para acercarse, así, al fin de su vida, pisoteados sin contemplación alguna, olvidados por los que de ellos presumieron, perdidos sin el soporte que los haga visibles a ojos de los demás.
Me importan las personas que cuidan los claveles, no las que los lucen, y de ellas, de las que me importan, voy a escribir.
Lo piden, puede que insistan, a veces en demasía, pero ni insultan, ni faltan al respeto, ni desprecian. Nosotros, sin embargo, si lo hacemos. Ellas no querrían tener que hacer lo que hacen, pero pocas alternativas tienen. Mejor es ofrecer claveles en feria que robar, traficar o timar. El hecho de ir a divertirnos, no nos exime de olvidar la corrección, los buenos modales, la educación, e incluso, ¿por qué no?, la comprensión.
¿Tanto cuesta dar como respuesta un: «no, gracias», mirando a los ojos de quien nos ofrece un clavel, en lugar de un desairado: «¡no!», con la vista vuelta y la mano levantada indicando un: «déjame en paz»? ¿Tan difícil resulta decir que no, con educación, las veces que sean necesarias? ¿Tanta bulla tenemos por apurar la media botella en la caseta de turno, que somos capaces de usar el desprecio como si de comer pipas, por ejemplo, se tratase? Pues, por lo que se ve, sí. Y no me salgan otra vez con aquello de: «es que viene uno a echar un ratito y no te dejan ni respirar», porque no cuela.
Las personas, que no son gente, lo son antes, durante y después de una feria, o de lo que sea. Pero, claro, puede que lo que pase sea que muchos que se muestran como personas, saquen lo que de gente llevan dentro cuando las circunstancias les traicionan y sólo entonces sabemos, de verdad, con quien nos estamos jugando los garbanzos.
La dignidad propia comienza por respetar la ajena, nos cueste o no. Cuando alguien hace algo, que no perjudica a nadie, por necesidad, merece nuestro respeto más absoluto y, en esto, no hay excepciones que valgan, ni tampoco que «confirmen la regla».
Y para los incapaces de hacer lo que se debe, en base a los principios, que probablemente no tienen, deberían tener en cuenta aquello de «quien siembra vientos, recoge tempestades», y si no les es suficiente, no deberían olvidar que «quien a hierro mata, a hierro muere»: Que actúen, pues, con la nobleza de la que carecen, aunque sea por puro temor a las consecuencias de no hacerlo.
No olviden, por favor, la próxima vez que les ofrezcan un clavel en la feria, a cambio de algunas monedas, que detrás de esa flor hay una persona que no es un clavel de feria.
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