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Una cornada

A menudo el verdadero éxito consiste en sobrellevar con gracia la falta de éxito

Lo mejor de leer en las cafeterías son las conversaciones de las mesas de al lado. Al menos, en mi pueblo. Cuando mis abuelos maternos vinieron aquí a conocer a mi familia paterna, tuvieron el déjà vu en el patio, entre macetas, de estar en medio de una comedia de los Álvarez Quintero. Lo sería más bien de Muñoz Seca, pero, para un señor de Murcia, se le liaban los acentos y las provincias.

Lo cuento para prepararles a ustedes. Porque mientras yo leía con cara de enorme concentración el ensayo de Edmund Fawcett titulado Conservatism. The Fight for a Tradition, el señor de la mesa de al lado le estaba contando a un amigo que, cuando él era torero, antes del paseíllo, rezaba con mucha devoción para que el toro le diese una corná, pero que no le matase, para no dejar a su madre sola.

Yo creo que hay que rezar así, sin pedir demasiado, ni dos orejas, ni una, ni la vuelta al ruedo: una cornadita rápida, y vámonos que nos vamos. Estoy seguro que el Señor se enterneció. No pude enterarme si al final se llevó la cornada (muerto es evidente que no estaba, en absoluto, gracias a Dios), porque se arrancó a hablar de flamenco y ya se me perdió por soleares.

O yo me perdí por mis pensamientos. Chesterton era partidario del optimismo de mínimos, que ha sido una de las luces de mi vida. ¿En qué consiste? Pues en ser capaz de ver siempre el bien irreductible que hay en el mero hecho de existir. Podíamos no haber sido nunca y eso sí hubiese sido grave. Quien no existe no puede ni quejarse de no existir. Es la nada de nadie ninguneándose.

Sin embargo, con todos los respetos por Chesterton, El Puerto ha mejorado el optimismo de mínimos con su menosmalismo de máximos. Que alguien sea capaz de rezar por su cornada bien dada, con tal de no dejar huérfana de hijo a su madre, resulta insuperable.

Cuando la gente rezaba, le pedía a Dios el oro y el moro, siendo dos cosas con las que Él no demostró, ni en los evangelios ni en la historia, una afinidad especial, excepción hecha del que le trajo Melchor. Yo, que además de pasearme, me paso la vida haciendo el paseíllo, le debo a ese anónimo maestro del bar, una lección para la oración y para los ruedos de las vueltas que da la vida, aunque sean volteretas. La cornada la firmamos. Que no digan la Virgen o los santos que fuimos agonías. El éxito, como su propio nombre indica, es salir; si es por el propio pie, mejor, pero en camilla, me vale.

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