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Cada semana, después de los alivios del sábado y del domingo, España amanece con un debate tan potente como el sol de agosto, abrasador y cegador, aunque languidece llegado el miércoles. Es como una curva tonta, un pico de vanalidad, un gatillazo dialéctico. La anterior semana fue la imperiosa necesidad de acabar con el estado de alarma para sustituirlo por un no sé qué, un debate digno de Bizancio que se esfumó cuando Pablo Casado se abstuvo ante la nueva prórroga. La de esta semana ha sido el supuesto agravio perpetrado contra Málaga, Granada y el turismo.
El estudio epidemiológico del Instituto Carlos III es casi lo mejor que ha hecho España hasta el momento, casi tan efectivo como el confinamiento decretado a mediados de marzo. Lo que constanta es que el coronavirus sólo ha generado inmunidad en el 5% de la población; por tanto, hay millones de huéspedes potenciales en España para que el SARS-Cov-2 nos siga dando grandes disgustos. Su letalidad estaría en torno al 1,3%, casi el doble de esa gripe común que ya hemos comprendido que es mucho más benigna.
Las epidemias se acaban de tres formas. La primera, que es la más natural, aunque propia de sociedades medievales, es que el virus ya haya infectado a tanta gente que le queden pocos huéspedes para saltar de uno a otro. Es lo que se llama inmunidad de grupo, o de rebaño, y necesitaríamos anticuerpos en el 60% de la población. En determinadas condiciones meteorológicas, mucho menos, pero con ese pequeño 5% no podemos ni pensar en ello.
La segunda forma es la de la bala de plata, la de una vacuna o un gran remedio terapéutico. La comunidad científica está en ello, pero queda tiempo: en el mejor de los casos, medio año.
Y la tercera es la contención y el aislamiento de los brotes: es lo que se hizo con el MERS y el SARS. El del Covid-19 ya está muy extenido por el planeta, así que la única estrategia es mantener la contención mientras llega la segunda. Una desescalada gradual, simétrica y prudente, no hay otra. Vivamos con ello.
El Gobierno andaluz ha dibujado una Andalucía, la de la fase 1, que ya estaría en el paraíso, en contraposición con la Málaga y Granada, a la vez que el consejero de Turismo, Juan Marín, se angustia con la apertura inmediata de playas y vuelos internacionales, y el presidente Juanma Moreno habla de daño reputacional a la Costa del Sol. Sólo tienen razón en algo: en el regalo de Sánchez a Urkullu. Envenenado.
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