La invasión de Ucrania ha evidenciado la extrema debilidad de la Unión Europea en materia de dependencia energética. En la medida en que Europa necesita de proveedores energéticos que no guardan un mínimo comportamiento democrático, aumenta su vulnerabilidad geoestratégica y disminuye su libre capacidad de maniobra. Si de Rusia hablamos, la UE importa de ese país el 47% del carbón, el 41% del gas, el 27% del petróleo y el 20% del uranio. Con tales números, no es fácil mantener una posición firme frente al Kremlin.

Es comprensible, pues, que las autoridades europeas, conocida la similar fiabilidad de otros suministradores alternativos, insistan en la exigencia de invertir masivamente en energías renovables como fórmula para lograr la autonomía del mercado energético europeo. Eso, al tiempo, reforzará el peso político de la Unión. Pero, siendo el propósito óptimo, no se me oculta que su desarrollo precisa décadas. La lentitud de la transición energética obliga a adoptar medidas actuales y urgentes que acompañen en el proceso. Entre ellas, por su incidencia directa en el bienestar de los ciudadanos, hay que operar una reforma, que ya se retrasa demasiado, en el sistema de fijación del precio de la energía: debe desvincularse el precio del gas del de la luz, impidiendo que aquél determine finalmente éste.

Estoy de acuerdo, cómo no, en avanzar en el aprovechamiento de los recursos naturales sostenibles (sol, viento, agua). Constituyen la meta en la satisfacción adecuada de nuestra demanda energética. Además, por una parte, nos liberará del chantaje permanente de potencias amorales y, por otra, concretará nuestro compromiso en la lucha contra el cambio climático. Pero la soñada neutralidad climática para 2050 es inalcanzable sólo con energías ultralimpias. De ahí la segunda gran apuesta que Europa baraja en estos momentos: proyecta etiquetar de "verde" y de "sostenible" a la energía nuclear y al gas. En pocos meses tendremos una decisión al respecto. Parece lógico que la transición energética requiera coyunturalmente de "puentes" limpios (el nuclear) o semilimpios (el gas) que hagan el camino factible.

En esta encrucijada tan compleja, pasó la hora de los eslóganes y de las utopías ingenuas. Habrá que reescribir el catálogo de las energías malditas. Al cabo, también la política energética es el arte de lo posible. Y olvidarlo, la forma más estúpida de poner en riesgo nuestra propia supervivencia.

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