
Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Curiosidades jerezanas en las vísperas de la Semana Santa de 1938 (III)
Tierra de nadie
En muchos aspectos, podríamos pensar que el ser humano es una paradoja que vive. Nuestras, al parecer, inevitables contradicciones, comienzan en el mismo momento en que nacemos, porque viviendo comenzamos a morir.
Deberíamos asumir, como algo insustituible de nuestra esencia, que la muerte forma parte irreemplazable de la vida, al menos tal y como conocemos la vida. Es posible que haya otros modos de vida -no decimos “formas”, sino “modos” de vida, o sea, no nos referimos a la más que probable existencia de seres vivos por completo distintos a nosotros, sino a que la vida que podrían vivir otros seres vivos no tuviese nada que ver con los parámetros con los que nosotros vivimos la nuestra-, pero en lo que atañe a nuestra existencia, la muerte tiene una presencia inalterable en ella, el problema, responsable de tantas angustias, es que nos negamos a aceptarlo, pero no hay vida que no acabe, no hay vida sin muerte.
Vivimos como si lo fuéramos a hacer siempre. Cuando la hora de morir se acerca, si la muerte no es imprevista, súbita, o a causa de accidente, y estamos en situación de saber que ella está por llegar, parece que la afrontamos -por decir algo- como si fuese algo temporal, pasajero, circunstancial … Una poderosa fuerza en nuestro subconsciente, se impone a la razón que debiera imponer la conciencia de la muerte y asumirla; sentimos entonces un pavor incontrolable, en la mayoría de los casos más fuerte que la inteligencia y el conocimiento de la persona que se encuentra en ese trance, que se apodera de la conciencia, e intenta amordazarla, con sólo pensar que la vida en la que existió la persona que fue, en la que tuvo conciencia de estar vivo, llegó a su fin y jamás volverá: nunca regresaremos a la vida que tuvimos, se acabó … para siempre … terminó.
Desperdiciamos tiempo buscando lo que creemos desear, cuando lo conseguimos, si es éste el caso, parece que ya no lo queremos tanto como pensamos que lo hacíamos, desilusionados o ansiosos de saciar el deseo que nos consume, nos disponemos a repetir el empeño, una y otra vez.
Con demasiada frecuencia olvidamos vivir con y para nosotros -nada tiene esto que ver con el egoísmo-: deseamos lo que no tenemos; ansiamos lo que no sabemos si en verdad nos ayudará a ser lo felices que tenemos opción de ser -pues opciones siempre, salvo circunstancias excepcionales, hay-; anhelamos vidas ajenas, por fama, éxito, dinero o poder, pero a esos otros, cuya existencia apetecemos y por los que, en el colmo de la estupidez, sin dudar nos cambiaríamos, también querrían vidas distintas a las que tienen, puede que por razones diferentes, pero lo cierto es que desean cambiarlas, no están contentos con ellas, mientras que nosotros, descontentos con las nuestras, nos desvivimos -nunca mejor dicho- por las suyas.
La estupidez que alimenta la paradoja en la que convertimos nuestras vidas, se muestra en todo su mezquino esplendor cuando, entre sorprendido y resignados, comprobamos que cuanto mayor es la dificultad en conseguirlo, mayor es la intensidad con la que el deseo nos esclaviza: lo sencillo parece no tener atractivo, pero no es el caso de la noble actitud de quien se muestra dispuesto a vencer las dificultades que se le presentan parar alcanzar lo que se propone, sino porque opinan -no se puede decir que piensen- que lo que está a la mano, aquello con lo que ya contamos, las personas que están y nos quieren, que el sólo hecho de vivir, sea suficiente; aspiran a lo que les falta, siempre a lo que creen que falta: si es un coche, otro mejor; si una casa, otra más grande; si voy a un hotel de cuatro estrellas, quiero uno de cinco; si puedo ir de vacaciones a Portugal, querría ir a Singapur, si veo, oigo, huelo, gusto y siento, si puedo caminar y valerme, si estoy sano, si estoy vivo … no le echo cuenta.
La falta de costumbre, el embotamiento mental, la torpeza, el consumismo desenfrenado, la falta de sensatez o la estupidez o la ignorancia, son los responsables de que pensar sea extraordinario… por lo escaso y poco común. Sin poner la mente a trabajar, nada que sea consecuencia de la reflexión razonada y lógica podemos esperar que ocurra.
A nuestras vidas las mueve el deseo. Desear es la máquina que nos agita y espolea, sea en la dirección correcta o equivocada; es lo que nos impulsa al esfuerzo, sea proporcionado, razonable y adecuado, o no; es lo que nos incita a ir tras lo que creemos va a hacernos felices; lo que nos empuja, con fuerza desmedida a veces, o arrastra, con violencia descontrolada otras.
Para controlar, modelar o vencer al deseo son imprescindibles inteligencia, voluntad y un poco de sabiduría, cualidades que brillan por su vergonzosa y bochornosa ausencia, las tres. De modo y manera que el deseo, por negligencia o estupidez, por pereza o avaricia, por comodidad, estupidez o vanidad, impone la Ley de su jungla y somete a todos los que, por alguna de las razones recién mencionadas, no puede o no quieren domeñarlo. El deseo se convierte en frustración, ésta en desespero, llega luego la obsesión, la sensación de fracaso, la inasumible aceptación de la impotencia, la desgracia y el fin.
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