Alberto Núñez Seoane

El deseo

Tierra de nadie

17 de febrero 2025 - 06:00

En muchos aspectos, podríamos pensar que el ser humano es una paradoja que vive. Nuestras, al parecer, inevitables contradicciones, comienzan en el mismo momento en que nacemos, porque viviendo comenzamos a morir.

Deberíamos asumir, como algo insustituible de nuestra esencia, que la muerte forma parte irreemplazable de la vida, al menos tal y como conocemos la vida. Es posible que haya otros modos de vida -no decimos “formas”, sino “modos” de vida, o sea, no nos referimos a la más que probable existencia de seres vivos por completo distintos a nosotros, sino a que la vida que podrían vivir otros seres vivos no tuviese nada que ver con los parámetros con los que nosotros vivimos la nuestra-, pero en lo que atañe a nuestra existencia, la muerte tiene una presencia inalterable en ella, el problema, responsable de tantas angustias, es que nos negamos a aceptarlo, pero no hay vida que no acabe, no hay vida sin muerte.

Vivimos como si lo fuéramos a hacer siempre. Cuando la hora de morir se acerca, si la muerte no es imprevista, súbita, o a causa de accidente, y estamos en situación de saber que ella está por llegar, parece que la afrontamos -por decir algo- como si fuese algo temporal, pasajero, circunstancial … Una poderosa fuerza en nuestro subconsciente, se impone a la razón que debiera imponer la conciencia de la muerte y asumirla; sentimos entonces un pavor incontrolable, en la mayoría de los casos más fuerte que la inteligencia y el conocimiento de la persona que se encuentra en ese trance, que se apodera de la conciencia, e intenta amordazarla, con sólo pensar que la vida en la que existió la persona que fue, en la que tuvo conciencia de estar vivo, llegó a su fin y jamás volverá: nunca regresaremos a la vida que tuvimos, se acabó … para siempre … terminó.

Desperdiciamos tiempo buscando lo que creemos desear, cuando lo conseguimos, si es éste el caso, parece que ya no lo queremos tanto como pensamos que lo hacíamos, desilusionados o ansiosos de saciar el deseo que nos consume, nos disponemos a repetir el empeño, una y otra vez.

Con demasiada frecuencia olvidamos vivir con y para nosotros -nada tiene esto que ver con el egoísmo-: deseamos lo que no tenemos; ansiamos lo que no sabemos si en verdad nos ayudará a ser lo felices que tenemos opción de ser -pues opciones siempre, salvo circunstancias excepcionales, hay-; anhelamos vidas ajenas, por fama, éxito, dinero o poder, pero a esos otros, cuya existencia apetecemos y por los que, en el colmo de la estupidez, sin dudar nos cambiaríamos, también querrían vidas distintas a las que tienen, puede que por razones diferentes, pero lo cierto es que desean cambiarlas, no están contentos con ellas, mientras que nosotros, descontentos con las nuestras, nos desvivimos -nunca mejor dicho- por las suyas.

La estupidez que alimenta la paradoja en la que convertimos nuestras vidas, se muestra en todo su mezquino esplendor cuando, entre sorprendido y resignados, comprobamos que cuanto mayor es la dificultad en conseguirlo, mayor es la intensidad con la que el deseo nos esclaviza: lo sencillo parece no tener atractivo, pero no es el caso de la noble actitud de quien se muestra dispuesto a vencer las dificultades que se le presentan parar alcanzar lo que se propone, sino porque opinan -no se puede decir que piensen- que lo que está a la mano, aquello con lo que ya contamos, las personas que están y nos quieren, que el sólo hecho de vivir, sea suficiente; aspiran a lo que les falta, siempre a lo que creen que falta: si es un coche, otro mejor; si una casa, otra más grande; si voy a un hotel de cuatro estrellas, quiero uno de cinco; si puedo ir de vacaciones a Portugal, querría ir a Singapur, si veo, oigo, huelo, gusto y siento, si puedo caminar y valerme, si estoy sano, si estoy vivo … no le echo cuenta.

La falta de costumbre, el embotamiento mental, la torpeza, el consumismo desenfrenado, la falta de sensatez o la estupidez o la ignorancia, son los responsables de que pensar sea extraordinario… por lo escaso y poco común. Sin poner la mente a trabajar, nada que sea consecuencia de la reflexión razonada y lógica podemos esperar que ocurra.

A nuestras vidas las mueve el deseo. Desear es la máquina que nos agita y espolea, sea en la dirección correcta o equivocada; es lo que nos impulsa al esfuerzo, sea proporcionado, razonable y adecuado, o no; es lo que nos incita a ir tras lo que creemos va a hacernos felices; lo que nos empuja, con fuerza desmedida a veces, o arrastra, con violencia descontrolada otras.

Para controlar, modelar o vencer al deseo son imprescindibles inteligencia, voluntad y un poco de sabiduría, cualidades que brillan por su vergonzosa y bochornosa ausencia, las tres. De modo y manera que el deseo, por negligencia o estupidez, por pereza o avaricia, por comodidad, estupidez o vanidad, impone la Ley de su jungla y somete a todos los que, por alguna de las razones recién mencionadas, no puede o no quieren domeñarlo. El deseo se convierte en frustración, ésta en desespero, llega luego la obsesión, la sensación de fracaso, la inasumible aceptación de la impotencia, la desgracia y el fin.

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