Diarios de Jerez
Descanso dominical
Una vez fui jefe de Luis Lara. Lo voy a poner en el currículum, justo después de “nivel de inglés medio, hablado y escrito”, ya saben. Andábamos ambos entre los casi treinta y los treinta y tantos, los bolsillos llenos de madrugones, algún que otro palo en el lomo, más moral que el Alcoyano y en la garganta el sabor todavía fresco de los besos prestados y el hielo de las copas. Esa edad en la que con una mano empiezas a firmar hipotecas –las más blandas, las del banco– y con la otra te agarras al eco de los días azules y el sol de la infancia, que diría Machado. Hay quien lo llama síndrome de Peter Pan, aunque yo he sido siempre más de campanillas y garfios; que esto lo explicaré otro día ya si eso.
En estas nos encargaron hacer un periódico. Éramos un pelotón de plumillas jóvenes aunque sobradamente preparados, y tanto que lo hicimos. Se llamó La Voz de Jerez. En aquella primera tribu apareció Luis, que ya apuntaba maneras de prócer, del cante, de la comedia, del periodismo, de lo que le echasen. No sabía aún que quería ser de mayor, así que probó como redactor de Deportes. Tardó un mes exactamente en darse cuenta de que aquello, no. “Benítez, esto no es lo mío”, me dijo cariacontecido una tarde. Ahora llena teatros allá donde va y es uno de los humoristas más queridos y celebrados del país. Él sabrá. De haber apostado por el periodismo deportivo hoy podría estar escribiendo sobre los dos xereces, que también es un auténtico cachondeo.
En aquella redacción de la Porvera en la que vivimos peligrosamente tres años cumplimos con la misión suicida de sacar a la calle todos los días un periódico en papel y de pago. Llegamos a convivir en la ciudad, y no hace tanto de eso, tres rotativos: Diario, La Voz e Información. Y si le sumamos los gratuitos, Viva Jerez y ADN, hubo un tiempo en que Jerez se despertaba todos los días con cinco periódicos en los mostradores. La prensa se vendía a puñados en templos como el de Paco Castro en la Porvera; los parroquianos de los bares devoraban, junto al café y la rebaná, un ejemplar que normalmente terminaba sus horas manoseado y lleno de lamparones de aceite en un extremo de la barra. No era raro ver a cualquier hijo de vecino pasear con un periódico bajo el brazo y quién no tenía en casa una cristalería, una colección de deuvedés de Semana Santa o unas láminas cortesía de esta o aquella gaceta. Ahora todo está en las pantallas, oculto entre las ‘fake news’, y es más fácil tropezar con una sala de apuestas que con un quiosco de prensa. Porca miseria.
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