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Posiblemente sea la mirada asombrada del mar el recuerdo más remoto del que tiene constancia el hombre. Son muchos las imágenes que se vienen a la cabeza de hace ya muchos años, cuando todo está por descubrir y las únicas obligaciones vienen marcadas desde el cariño. Pero ninguna tan potente como la inmensidad azul delante de nuestros ojos, y la arena de la playa grande como una extensión del jardín de casa donde las carreras y los gritos infantiles contrastaban con las conversaciones más serias de los mayores. Tan nítido se queda el recuerdo en la memoria, que yo creo que, por eso, y aunque después el destino haga de las suyas, todos tenemos como nuestra aquella primera playa de la niñez, como una especie de segunda patria.
Era el tiempo de la primera bicicleta BH que pronto se nos quedó pequeña, de las odiosas clases de natación (corcho, gafas y aletas) a las que nos desapuntamos en cuanto pudimos, de desaprovechados cursos de golf o hípica de los que nunca hicimos carrera, de primeros negocios infantiles en forma de puestos de tabaco en la esquina de la Avenida para tantos fumadores como había, de siestas obligadas donde nunca se dormía… Cada niño que fue tiene su verano, unos más tradicionales, otros más salvajes, hasta los había de sierra y edredón, pero todos felices. El verano del niño, a diferencia de el del adolescente, no tiene sentido del tiempo, y fluye con naturalidad entre los tiempos que marca el colegio, auténtico catalizador de la vida ordinaria.
El mío estuvo marcado por la influencia familiar de la pujante urbanización construida sobre una antigua propiedad, de la que aún se conserva la casa de la finca convertida en sede del club sobre el que entonces gravitaba toda la vida social del verano. Yo viví aquella experiencia pionera de Vistahermosa convertida en la primera urbanización con campo de golf del poniente gaditano, que atrajo a mucho veraneante elegante de Madrid o Bilbao, con algunos de los cuales trabaría una fuerte amistad que afortunadamente hoy mantengo. Era un verano de sandalias cangrejeras y bañador por la mañana, y bambas y polo por la tarde; de hora para comer en mi reloj Casio de última a la que casi no llego por culpa de la cuesta imposible de Sicomoro; de misas en la Pradera que olían a colonia y buganvilla. Y al final la cena, siempre en casa, casi a la misma hora en que mis padres, jóvenes y sonrientes, salían para cenar en el Buzo.
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