Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Los encuentros perdidos

AHORA que ya pude salvar mi circunstancia y, como pensó el maestro Ortega y Gasset, con ella pude salvarme a mí; después de mucho tiempo bregando por conseguirlo, gracias -por qué no decirlo- a mi empeño y también a una actitud que nunca he querido dar por perdida; puedo pensar…

Pensar… lo cierto es que siempre he pensado; honestamente, no creo formar parte de la masificada estupidez global; me refiero a pensar… sobre mis pensares. Retirarme a un sillón -que no es lo mismo que sentarme en él-, tumbarme sobre la hierba fresca de un prado, detenerme encima de una peña, alta, en el monte… Pararme, en fin, conmigo; calmar mi vida un tanto, buscar, y hallar, la paz suficiente para no sentir esa inquietante necesidad de buscarla… pensar…

Y en estas, que dan de sí todo lo que uno sea capaz de permitirles, me encontré cavilando sobre esos encuentros que todos hemos tenido, esos que fueron pero ya no son, que pudieron llegar a lo que no alcanzaron, que se consumieron por… ¡vaya usted a saber!: incomprensión, tal vez; egoísmo, casi seguro; equivocación, puede que sí; falta de madurez, con toda probabilidad; suposición, engaño, incoherencia, desconfianza, calumnia, traición, pura maldad… todas son causas posibles, en todo o en parte, por sí mismas o unidas a otras. No sé cuánto de importancia tendrá el motivo, puede que mucha, lo cierto es que, cualquiera que este fuese, motivó el desenlace de lo que ocupó parte de nuestros días: los días que dejamos de vivir con los protagonistas de esos desencuentros: los encuentros perdidos.

De seguro, para bien o para mal, que nuestra vida hubiese sido distinta de la que conocemos si esos encuentros fallidos no hubiesen tenido el final que conocieron. No llegaremos a saberlo con certeza.

Creo, sí, que remitirse a las razones que no hicieron viable la continuidad existencial con alguien a quien llegamos a apreciar, querer o amar, es muy relevante; más que nada para propia tranquilidad. Lo pienso porque, entre otras cosas, uno de los instintos más fuertes que tenemos los humanos -básico para que hayamos conseguido adaptarnos, evolucionar y sobrevivir como especie- es el de supervivencia. Esta facultad, enraizada en lo más íntimo de nuestro ADN, es la que nos hace reaccionar para tratar de salvar la vida ante un peligro inminente. Un recurso que -aparte de los otros posibles que, dos párrafos arriba, ya he mencionado- nos sitúa en estado de alerta máxima ante un riesgo grave, haciéndonos más precavidos, prudentes y sensatos; impulsándonos a reaccionar de un modo instintivo -valga la redundancia-, sin tener en cuenta prejuicios ni valoraciones subjetivas que podrían influir en la toma de la decisión que resultase más conveniente para nosotros. Una fuerza primigenia que nos proporciona la intensidad y la determinación necesarias para seguir adelante con la decisión que pensamos nos puede llegar a salvar. Por tanto, si en su momento decidimos dejar de hablar, dejar de ver, o romper por completo la relación que nos mantenía unidos a personas que entonces significaron lo suficiente, que nos hicieron sentir apreciados, queridos o amados, que nos trasladaron a un mundo en el que nos llevaron a pensarnos como siempre hemos querido ser; sería, quiero creer, porque nuestros más íntimos sensores nos advirtieron de un peligro que se nos vendría, antes o después, encima. Luego… luego llegó el desengaño y la decepción… la tristeza, la pena… el dolor y la amarga desesperación de no querer dar crédito a lo que nos sucedía, o… probablemente, un poco de cada cosa.

Cuando nos sumergimos en ese mundo paralelo de los recuerdos, no podemos evitar calibrar la trascendencia que tuvieron los encuentros fallidos mientras permanecieron formando parte de nuestras vidas. Sabemos que las marcaron, en la parte que les corresponda; no sabemos la importancia que habría tenido su posible influencia si se hubiesen prolongado, tampoco si nunca se hubiesen producido. Una incógnita que no podremos despejar y que, a veces, inquieta.

El dilema es averiguar, hasta donde sea factible, la responsabilidad de cada cual en las causas que determinaron el punto y final. Todos tenemos, siempre, parte de culpa; intentar convencernos de lo contrario es una estupidez que nos hace flaco favor. Y es en esta tesitura en la que nos planteamos como habrían sido las cosas si, por la parte de responsabilidad que nos atañe, hubiésemos actuado de modo diferente: puede que conservásemos una amistad que valdría la pena, o puede que nos ahorrásemos más desencantos y desilusiones … ¡Es tan escasa la amistad… tan exiguo el amor… son tan excepcionales los sentimientos limpios y generosos…!

No funciona, revolver en el pasado es inútil. Es la fragilidad que nos acompaña la que nos empuja a ese ¿y si…? recurrente. Son las afinidades electivas -como magistralmente describió Goethe en la novela de ese mismo nombre- las que nos condicionan y nos impulsan a elegir.

Al fin, lo único cierto es que los encuentros que propiciaron relaciones fallidas se quedaron perdidos en algún recodo de ese camino que, como escribió el poeta, no volveremos a pisar.

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