Defensa de la vida y voces contra el aborto
Esclavos de la libertad
Tierra de nadie
Es, claro, un modo de expresar la absurda paradoja de pretender hacer factible lo que no es posible. Y es que resulta que en los muchos vacíos que habitan las mentes de los hombres cabe cualquier absurdo, por irracional que este sea.
Son dos las palabras más prostituidas por los humanos, no las palabras en sí, sino su significado: una es Justicia, con la mayúscula que nunca debió perder; la otra, Libertad, también con la inicial mayúscula de la que se le despojó hace demasiado tiempo. El Hombre ha encadenado y encerrado a ambas en el más tétrico, inmundo e inhumano de los burdeles de una carretera por la que sólo circula la abyección más miserable.
De Justicia hablaremos en otra ocasión, da para mucho el reverso tenebroso al que hemos consentido en arrastrarla. Ahora lo haremos de Libertad, esa que no tenemos, aunque sin ella no podamos ser.
Winston Churchill dijo aquello de que «la democracia es el menos malo de los sistemas políticos», o eso es lo que quiso decir; no obstante, y aceptando que esto es así, hay algo mucho más malo que la misma democracia, y no es otra cosa que la democracia, llamémosle, «virtual»: esa forma de gobierno, muy lejos del «poder, o gobierno, del pueblo» -es lo que democracia significa en griego antiguo-, en la que quien gobierna lo hace como tirano, aunque disfrazado de demócrata, y en la que los gobernados -una insultante mayoría de los necios gobernados- se piensan libres. Y es que así como la estupidez de los humanos no alcanza límite conocido, su ignorancia sobrepasa a esta con generosidad, su indolencia la supera con mucho, y su falta, absoluta, de amplitud de miras la aventaja con creces.
Recordaba, releyendo a Julio Rodríguez Puértolas, que el mecanismo del que se sirven los inevitables aspirantes a burgueses -calificativo que jamás reconocerán-, igual da que nos refiramos a los del siglo XIX como a los que ahora se hacen pasar por progresistas, demócratas o socialistas, ha sido siempre el mismo: se trata de comenzar por hacer saber al pueblo -ese pueblo del que se sirven, pero que les importa un reverendo pimiento- que las ideas que ellos mantienen son las más provechosas «para todos». Pasarán, después, a presentarlas como las únicas aceptables, como inevitables, para tener así una «razón» por la que imponerlas. De este modo, quienes ansían a toda costa el poder, pretenden llevar a cabo el proceso de establecer sus espurios criterios, lo que permitirá a esa clase, que va para dominante, someter al pueblo, por el que dicen luchar, sin recurrir a la violencia expresa para aplicarlas por la fuerza.
Las leyes se multiplican, hasta hacer de la vida casi una demoledora e insufrible pesadilla, pues no sirven para prevenir la delincuencia ni castigar el delito, sino para fiscalizar, hasta lo insoportable, al ciudadano de a pie, que ni por costumbre delinque ni roba ni asalta ni mata, sólo intenta sobrevivir. Las normas, reglamentos, restricciones, controles, sanciones, requerimientos y amenazas, crecen hasta lo absurdo, sobrepasando, con mucho, lo inadmisible, y sin embargo, los nuevos burgueses sobrevenidos y ya bien asentados en las poltronas de la vergüenza, insistirán en mostrarse como adalides de la libertad de todos.
Las masas, idiotizadas por un consumismo demencial, absortas en insustanciales naderías, huidas de la razón, abdicadas de la cultura, adictas a la más cerril ignorancia -que es la que adorna a quien no hace por abandonarla-, no tienen otra inquietud que colmar las muy básicas necesidades que reclaman sus adormecidos e idiotizados sentidos: tener, tragar -que no alimentarse- y gastar, si consiguen saciarlas sobreviven satisfechos -o eso es lo que quieren mostrar- y hasta llegan a creerse privilegiados, por ser ciudadanos del mundo occidental, se piensan… libres y llaman vida a lo que viven, que no es vida, y se convencen de que su resignado y abúlico existir es su destino. Renuncian, es que ni tan siquiera se lo plantean, al mayor, y exclusivo, de los privilegios de los que gozamos los seres humanos entre todos los seres vivos conocidos: el acceso a usar la razón, a aprender, a comprender, a conocer…
El culto, humilde pero firme, a la personalidad que nos va a determinar; la fuerza de carácter; la firmeza en las propias convicciones; la coherencia con los principios en los que creemos; el respeto a la libertad del otro… La imperiosa obligación de aprender; el ansia, necesaria y edificante, por saber; lo apremiante e inexcusable del pensar; la esencial, vital, insustituible y en absoluto aplazable necesidad de razonar, al menos hasta donde nuestra razón pueda alcanzar, podrían servir como títulos de los capítulos de una serie cutre de ciencia ficción televisiva, para ninguna otra cosa le encontrarían utilidad las gentes que pueblan los aciagos días que vivimos.
Y es esta, que acabamos de reflejar, la perfecta tesitura para que los nuevos burgueses que, como los de ayer hacían, aspiran a someter a las masas -y por extensión al indefenso, por aislado, individuo que se atreve a salir del rebaño-, y también los que vendrán mañana para tratar de hacer exactamente lo mismo, es este, decíamos, el caldo de cultivo ideal para que ellos puedan cumplir con lo que quieren, persiguen y desean, que es justo lo que nosotros no queremos, debiéramos evitar que consiguiesen, y tendríamos que impedir que cumplieran.
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