La feria silenciosa

Hoy por hoy, los cónyuges llevan en secreto, casi como una aventura, sus delicadezas y detalles

Si este artículo no me sale bien, no será culpa del ruido. Mi mujer se ofreció a llevar ella a los niños a la feria, para que yo tuviese toda la tarde para leer. Ahora la casa está silenciosa y triangulamos Aspa, la perra, que bosteza; el canario, que hace unos gorgoritos gongorinos que enardecen la paz; y yo, que –toc, toc, toc– tecleo.

Pensaba escribir sobre estos gestos de amor conyugal, también tiernos, que conllevan un sacrificio. Cuando la gente pregunta cómo escribo tanto y les digo que el mérito es de mi mujer, se ríen, como si fuese una broma galante. Ja, ja, ja. Sin embargo, he pesando que ese artículo no le gustaría nada a mi mujer.

Y no por humildad, que ella eso lo lleva bien y sabe que la humildad es estar en verdad. Es por una cosa muchísimo más curiosa, si nos paramos a pensarla. Por vergüenza. A las esposas de hoy les espanta que se sepa que ellas miman a sus maridos, aquello que tanto enorgullecía a nuestras abuelas y un poco menos a nuestras madres, pero también. Hoy se presume de absoluta simetría en el desempeño de las tareas del hogar y, sobre todo, de lo aplicado que es el cónyuge masculino, si lo hay.

Decimos a voleo que el mundo se ha invertido, pero es en estos casos concretos en los que se ve hasta qué punto ha volteado. La hipocresía ha cambiado de bando. Es posible que antes una esposa presumiese de tener a su marido entre algodones y que luego, en realidad, se tratasen de pena, pero eso sería –los trapos sucios– un secreto familiar. Hoy pasa lo contrario: se airean los conflictillos y la conciliación, y dan mucho bochorno esas delicadezas asimétricas y esos detalles que rozan el capricho y el mimo.

Ninguna hipocresía, como ninguna hipoteca, es buena; pero las hay con distintas condiciones. Cuando se fingía el cariño, a veces se te infundía, como el actor que termina creyéndose su papel. “Fake it till you make it”, dicen los ingleses. Si nos ponemos a fingir que somos una pareja (sic) con las tareas domésticas milimétricamente repartidas al gusto de Irene Montero, puede que al final acabemos discutiendo por la frecuencia con la que ponemos o no el lavavajillas.

Yo estoy seguro de que los matrimonios se miman mucho más de lo que dicen, pero este artículo anima también a decirlo, a agradecerlo, a presumir. Aunque me temo que tendrá su coste. Los días que quedan de feria me va a tocar ir: por bocazas. (Pero también me gustará si es con ella.)

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