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Hablando en el desierto

La fortuna de los delincuentes

Uno, es verdad, empieza a sentirse extraño por ser afortunado

H style="text-transform:uppercase">ay delincuentes de muchas clases: el que roba al erario público tiene apariencia de señor y seguramente lo es; el que viola a una mujer e intenta matarla es un vulgar mal hombre; la madre que abandona a su hijo recién nacido en un contenedor de basura, ha llegado a un grado de degeneración que sobrepasa al de madre desnaturalizada; y el que descuartiza niños es un monstruo, un punto más monstruo que si descuartizara adultos. Todos ellos serán juzgados y condenados, irán a la cárcel, se les aplicarán beneficios para intentar reinsertarlos en la sociedad y es probable que ninguno muera en prisión. En España el delincuente es tan afortunado que el descuartizador de su familia se ha entregado a la justicia española para huir de la brasileña. También quien escribe cree en la reinserción, en las conversiones y en los arrepentimientos, pero en la misma proporción que el desenganche para siempre de las drogas peligrosas, después de pasar una temporada en una asociación dedicada a los drogadictos. Algún éxito, pero poco; alguna vuelta a las referencias de una vida mejor, pero en muchos casos esas referencias no existen. Pregúntenle al violador de permiso carcelario si conoce un mundo mejor que el de salir a buscar víctimas.

Seguimos en la cultura de la queja. Quien no tenga algo de que quejarse o nada que reclamar, o no esté entre los tipos de delincuentes susodichos o con delitos parecidos o peores, es un desafortunado, un sospechoso. "-¿Así que usted no tiene nada de qué quejarse ni nada que reclamar a la Administración para que le ayudemos?" "No; ya ve." "-Ah, bueno, es usted de esos soberbios que no se deja ayudar." "No; tampoco. Necesito ayuda algunas veces, privada y aun íntima, en la que la Administración no tiene nada que hacer ni decir." -"Pues, como no descuartice usted a alguien pronto le espera un porvenir sombrío. ¿No tiene ninguna cojera o enfermedad incurable, no ha matado a nadie, no ha robado, no es transexuado, ni musulmán, ni emigrante, ni refugiado, ni menor. ¡Vaya persona rara!" Uno, es verdad, empieza a sentirse extraño por ser afortunado y no se queja de no tener la fortuna de los delincuentes, ni de pagar impuestos para que sean atendidos como se debe y se reinserten en la sociedad como probos ciudadanos, que no violaran más, ni tiraran a sus hijos a la basura ni descuartizaran a nadie. Pagar impuestos es como un seguro para conjurar el mal, que el buenismo de la Administración tiene en su empeño. Es un peaje, un tributo para vivir tranquilo, porque te atenderán cuando te pongas malo, nadie te obligará a cambiarte de sexo ni vendrá nadie a altas horas para descuartizarte; pero no me siento ciudadano ejemplar sin un motivo de queja, de la cultura de la queja, para ser aceptado por todos.

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