El balcón
Ignacio Martínez
Sin cordones sanitarios
El guarán amarillo
“me decían que saltara de la lancha, pero yo no sabía nadar. Me aseguraban que no iba a pasar nada, que haría pie y que podría llegar andando hasta la playa. La orilla no parecía estar muy lejos, pero yo tenía mucho miedo y no quería saltar. Miraba por la borda el agua profunda y agitada y no quería saltar. Entonces uno de ellos sacó una pistola, apuntó hacia mi cabeza con pulso firme y me eché al agua sin pensarlo. Mi cuerpo se hundió y no conseguí encontrar el fondo. Mis pies se afanaban, pero no encontraba tierra firme que me sostuviera. En lugar de eso, noté cómo el agua inundaba mis botas y empapaba toda mi ropa doblando mi peso. Con mucho esfuerzo conseguí sacar la cabeza del agua, pero una fuerza extraña me absorbía y tiraba de mí hacia dentro. La corriente me arrastraba y, por más que lo intentaba, no conseguía tener la cabeza fuera del agua más que unos instantes. Pude ver que la lancha se alejaba de nosotros y fugazmente pensé que había entregado todos mis ahorros y los de mi familia para morir. Tenía tanto frío que no podía ni respirar. Y, cuando lograba respirar, notaba que el agua helada entraba en mis pulmones.
Era temprano. Por un momento recordé cuando al amanecer, inocente y feliz, chapoteaba con mis hermanos en las riberas del Gambia mientras mi madre, ya cansada, lavaba la ropa en sus aguas; la vi sonriendo y moliendo el fonio y vi a mi padre envejecido por el trabajo duro volviendo a una casa donde no teníamos ni agua ni luz ni apenas comida. Recordé a mi hermana muriendo en su parto.
A mi alrededor empecé a ver otros cuerpos flotando boca abajo a duras penas. Les vi hundirse y vi hundirse también, con ellos, todos mis sueños. Se ahogaba la promesa de que enviaría dinero, de que luego me llevaría a mis hermanos para que pudieran estudiar, de que les construiría una casa con un pozo propio y una placa solar. Les mandaría alguna foto en un parque hermoso, con ropa bonita o comiendo pollo. Les enviaría medicinas y un teléfono móvil para poder hablar con ellos cuando bajaran al mercado. Recordé cómo el sol moría en verano tras el baobab de nuestro patio estirando su sombra e inundándolo todo con una hermosa luz anaranjada. Aturdido y exhausto, creí oír que mi madre me llamaba desde la puerta de nuestra casa: Idris, vuelve, que está oscuro.
A lo lejos me pareció ver que, desde la playa alguien acudía en nuestro auxilio, pero ya es tarde, está todo negro y creo que he muerto”.
Algún día habrá que ponerles nombres y pensamientos a las personas que mueren tratando de llegar a Europa para huir de la desesperanza, la guerra o la miseria. Mientras consentimos que otras personas trafiquen con ellos o los cosifiquen, nos hundimos también nosotros, pero en este caso en las aguas de la deshumanización y el interés. No hay frase más hermosa en estos tiempos que la que nos anima a amar al prójimo, a cualquier prójimo, como a nosotros mismos y, para ello, es necesario no dejar de ver nunca al inmigrante como a una persona.
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