La pandemia mostrando su más descarnada cara; los miles de muertos en su impenitente soledad final; el Gobierno mostrando su desfachatez más vergonzante y queriendo dejar constancia de lo que era imposible aceptar como medianamente justo.

Un Don Nadie metido a difusor de lo imposible que ni él se creía lo que decía; un pobre Ministro queriendo huir ante la desmandada inconsciente; unos Señores responsables de las más altas instituciones, dando bandazos y perdiendo las vergüenzas descaradas ante lo que ni ellos comprendían; un Presidente insulso, de suprema idiotez y ansiedad desmedida por querer aparentar lo que no puede ser y además es imposible; unas leyes elevadas a lo supremo sin juicio ni juicios; una doña Celáa desorientada, quizás por abuso de laca en el pelo – u otras cosas que de pensar no quiero -; unos decretos venidos de las decisiones de los que son estultos consumados y que pueden elevar al olimpo de la inconsciencia a los ágrafos impenitentes que abogan por matemáticas de género – como si dos más dos estuvieran al albur de un sexo absurdo de absurdos -; Doctorados en Nada para las Belenes Esteban y para los Don Pedros de menos; burdas aspiraciones de capitalidades de la Cultura - ¿¡lo que!? – de quienes llevan tiempo ausentes porque no saben o no entienden. Ese es el país en el que nos encontramos.

Mi abuela, sabia como todas las abuelas, me lo decía: ¡Niño, para esto, mejor que el Señor nos recoja! A lo peor es que como yo, con tres años, no me enseñaron a tocarme donde debía, como ahora quieren que se hagan en las escuelas.

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