Se viven días en los que la contradicción es lo que impera. Nadie aclara si las Comunidades Autónomas tienen capacidad para decretar un toque de queda o no. No lo saben ni los jueces. El gobierno de Sánchez se pone de perfil, ni fu ni fa, esa es su estrategia. Según él, lo que importa es que en un periodo menor de cien días se alcanzará la inmunidad de rebaño. Yo me pregunto de cuál rebaño, del de las ovejas que pastan tranquilamente en los campos o el de los seres humanos que todavía no ven el final de la vacunación y de la pandemia.

Todo resulta confuso, no hay una autoridad central cuyo objetivo prioritario sea el bienestar de los ciudadanos ni que sea lo suficientemente creíble como para confiar en sus decisiones. Lo que se respira en el ambiente es incertidumbre, una palabra que no gusta porque es ambigua, no marca ningún camino ni ninguna toma de decisiones acertada.

La incertidumbre es como un barco a la deriva que no se sabe en dónde va a encallar. El problema son los pasajeros que lleva a bordo, es decir, a más de cuarenta millones de españoles que vemos como se nos ningunea suponiendo que carecemos de capacidad de análisis. Aunque he de reconocer que algunos sí que están cortos de materia gris. Me refiero sobre todo a todos los que han salido a festejar el final del toque de queda como si se hubiera terminado la más feroz de las guerras mundiales. Se les ha visto sin mascarillas, hacinados, gritando como si fueran chimpancés. Para colmo, los servicios sanitarios, que ya tienen bastante con la pandemia, han tenido que atender los comas etílicos de estos descerebrados.

La incertidumbre no se puede conjugar. Es una palabra que implica desazón, vaguedad, extravío y ausencia de destino. Es como una brújula descompuesta a la que le da igual señalar hacia el norte o hacia el sur. Es, también, como un faro abandonado que no emite ya ninguna luz que guíe a las embarcaciones en medio de la tormenta. Pero esto es lo que hay. Esto es con lo que nos topamos cada mañana al desayunar

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