
El balcón
Ignacio Martínez
Rendir a golpes
JEREZ ÍNTIMO
Durante la entrevista que Álvaro Domecq concede a Marino Gómez-Santos se niega a fechar -posiblemente como mecanismo de defensa contra la fiereza del dolor- el que, desgraciadamente, sería su annus horribilis: “Fue un año terrible, y lo he contado alguna vez. Domingo, el hombre de confianza que me llevaba los caballos camino de Málaga a Bayona, tuvo un accidente en el camión y quedó tumbado para siempre en la carretera. Meses más tarde otro accidente me hizo perder a la más pequeña de mis hijas. Como sabes, fue desde un caballo, para que el golpe fuera más rudo, más trágico para mí. Lo pensé muchas noches despierto y me retiré. Mi sitio en la vida no era sólo poner rejones”. A corto plazo, tras su retirada, y casi de la noche a la mañana, “sin saber cómo ni por qué, me encontré dos años después como alcalde de mi ciudad natal. Me acuerdo de la fecha, porque se trataba de otro cambio en mi vida, el 1 de febrero de 1952”.
Este fructífero periplo duraría seis años: “Luché en ese puesto con una ilusión que todavía me dura. Vi que, desde allí, existían infinitas posibilidades para construir, para hacer algo y servir a mi pueblo. Luego fui a la Diputación de Cádiz, donde estoy. Creo que se puede hacer mucho, ya te lo digo, y no cejo. Mi generación tiene una especie de deber de seguir en la brecha. Yo creo que sí. Me costó trabajo el tránsito del campo a los cargos oficiales. He cambiado los días azules en el campo, que son una bendición de Dios, por la luz amarilla y tristísima de los despachos y las oficinas. De todas maneras, la experiencia es utilísima porque, entre otras cosas, sirve para ajustar el concepto que teníamos de la administración. Duermo poco. Como leí en alguna parte, cuando se toma por la punta, el día tiene bolsillos para todo. Ya ves, tengo tiempo hasta para entrenarme algún día en el campo y hasta para escribir y creerme conferenciante a ratos”.
A propósito de los caballos, como no podía ser menos, Álvaro Domecq se deshace en elogios: “Podría escribir un libro… ‘Esćándalo’ toreó más de 200 toros. Lo vendí en México por 10.000 dólares. Todavía el año pasado vivía, y fui a verlo, naturalmente. Era un hermoso animal. Otro fue ‘Cartucho’. Un cincuenta por ciento de sangre inglesa. Velocísimo, muy confiado. Me lo cogió un toro en La Línea. Fue una cornada en el húmero y murió a los tres días. Lo enterramos en el corral de la misma plaza. La cabeza la tengo en mi casa, disecada, con sus riendas, su bocado, con las anillas. Cuando entra la brisa del jardín y las hace tintinear, parace como si ‘Cartucho’ estuviera vivo. Recuerdo que me dieron la noticia en Murcia, antes de salir de la plaza, y aquella misma noche le hice un artículo que salió publicado en ‘El Ruedo’. De los caballos se pueden decir muchas cosas”.
¿Y de la celebérrima ‘Espléndida’, la yegua de sus grandes tardes? A Marino le muestra su colección de palabras más elogiosas: “Por supuesto ‘Espléndida’ merece punto y aparte. He escrito mucho sobre ella. Era un cruce entre un pura sangre importado de los ‘truf’ de Londres y una yegua hispanoárabe, jerezana. Creo que será ya difícil que encuentre alguna vez un caballo semejante. Tenía un instinto finísimo para conocer los toros. Le gustaba torear, y gozaba ese placer que sienten los toreros de llevar embarcados al toro y recortarlo lentamente. Estoy seguro que me tenía cariño, o lo que fuera. Una mañana, en el campo, que caímos becerra, yegua y yo, pudo ponerme las pezuñas sobre la espalda y saltó heroicamente para no tropezarme. Otra tarde, en que el toro me había tirado del caballo, me hizo el quite llevándoselo toreado con la cola”.
En esta aventura del toreo Álvaro conoció de cerca un mundo especial: “El mundo de los toreros. Fui amigo de verdad de muchos y sigo siéndolo. Me honra esta amistad. El torero es, por regla general, un hombre de grandes virtudes humanas. Siempre he considerado que de ellos se puede aprender -aparte de que cada día están más preparados y amplían su cultura formativa- grandes sentimientos y grandes virtudes humanas, que sorprenden porque todos hemos visto a los toreros bajo un prisma falso, en un ambiente enrarecido y morboso, que no es el suyo real. El torero lucha, casi de niño, entre el orgullo y la humildad, entre la popularidad y el olvido, entre la caballerosidad y la batalla sin cuartel de la competencia y los personajes más nobles y los menos nobles, todo mezclado y en conjunto”.
Y… ¡Manolete! El torero más amigo de todos aquellos con los que toreó: “Fui muy amigo de Manolete. Manolete ha sido uno de los grandes amigos que he tenido en mi vida. Su mayor preocupación era la responsabilidad y el deseo de saber. Sabía que tenía que darlo todo en cada corrida… y lo daba sin reservas. Estaba seguro de sí, de su arte. A Manolete, en la soledad del campo, a la luz tenue de las chimeneas, le gustaba hablar de lo hondo y de lo extraño. Sus ansias por conocer lo humano y lo divino hacían de aquellas tertulias una verdadera historia de enseñanza”.
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