Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Anda últimamente nuestro obispo don José Rico entre una operación quirúrgica y la subsiguiente. Dos visitas -casi sucesivas- al quirófano. La segunda intervención apenas veinticuatro horas más tarde de la mañana jubilosa del día de nuestra Merced. Al tenor de esta razón de fuerza mayor, y no atendiendo a ninguna otra, habida cuenta la autoridad eclesiástica nunca ha faltado a la anual cita junto a la patrona por las calles de la ciudad, no pudo el prelado integrarse esta vez en la procesión vespertina con Nuestra Señora. Somos muchos los jerezanos que, silentes, hemos tenido presente esta eventual circunstancia en nuestras oraciones. Por cierto: primera digresión: he de felicitar con ferviente determinación el conocimiento que también en parámetros protocolarios posee quien a su vez es -a mi modesto juicio- una de las más brillantes estilográficas -amén un orador excepcional- de al menos toda Andalucía Occidental: el padre Felipe Ortuno. Y no tan sólo porque maneje nuestro léxico patrio con un dominio a la altura del ínclito y recordado Fernando Lázaro Carreter sino además en aras de su magistral capacidad para -sin pelos en la lengua ni abstrusas contenciones en la trastienda- asociar la riqueza plural del pensamiento a cuestiones de estricta y crujiente actualidad. Sus artículos periodísticos hablan -nunca a la chita callando- por sí solos. Los jerezanos también hallan en los mercedarios la necesaria -y alimenticia para el hambre espiritual de cada cual- canela pura en rama. Hago alusión a la esciencia de Felipe en materia de Protocolo -escrito ahora con primera letra en alta- por una coyuntura que explicaré por lo menudo en la segunda entrega del presente ‘Jerez íntimo’. Protocolo, sí. A nadie escapa que cuanto así denominamos no constituye una palabra huera. Ni menos aún hueca. Sino que nombra y define un conjunto -ni reducido ni constreñido- de reglas -y por descontado pautas de comportamiento- establecidas ora por ley ora por otra suprema referencia -tácita o no-: la costumbre.
Si consultamos a los doctores de lo grecolatino, enseguida nos explicarán -en tono sereno, lineal y jamás vociferante- que el vocablo proviene del latín protocollum y asimismo del griego protókollon. O sea, como diría Francisco Umbral, que la cosa se remonta a la noche de los tiempos. A veces observamos con estupefacción cómo el más osado de los omnipresentes -aquí, allí, allá o acullá- asume a voluntad, motu proprio, la encomienda de las funciones del protocolo institucional. Con una ligereza que no es marca de mayonesa. Craso error. Voluntarios al respecto encontramos a legión, a tutiplén, a espuertas, a manojos, a chorros: osados por doquier, los unos y los otros tan pimpantes: hete aquí la explicación de los resultados de algunos patinazos que chirrían a primera vista. Estos espontáneos por libre dejan a la institución -sea cual fuere- a los pies de los caballos. Por precipitación de cuantos se adjudican a bote pronto o se arrogan el derecho -adquirido unilateralmente pero no consensuado a la postre- de cortar y repartir el pastel del protocolo: ellos, los propensos a estos escarceos, a menudo sienten como una especie de placentero calambre teledirigido al ego: centellean un mando en plaza muy semejante al espontáneo -no abunda esta tipología, afortunadamente- celador de un tramo de cofradía de Semana Santa que jamás se vio en otra de ejercer la jefatura -o, en su delirio, la dirección general- sobre veinte personas anónimas (diez parejas de cirios) mientras empuña enérgicamente palermo en mano y abusa -con impostación teatral- de los movimientos histriónicos para distracción -y, por ende, falta de concentración- de los nazarenos orantes a los que ha tocado la mala fortuna de un canastilla -antifaz en bamboleo- demasiado ávido de protagonismo. El ejemplo -que es contraejemplo cofradiero- merece capítulo aparte. Deo gratias tal desafuero no acontece ni por asomo durante la procesión de la Virgen de la Merced cuya organización posee un gran equipo de celadores discretos y pragmáticos.
En toda entidad que se precie el responsable del protocolo ha de pasar desapercibido. Y ser cuasi matemático en sus quehaceres. Es un artista de la atención rápida y milimétrica. A su vez -esencial, capital- de la improvisación sobre la marcha en función -o, mejor, a resultas- de ausencias o concurrencias no previstas. Huyendo siempre del ademán interpretativo y de las gesticulaciones actorales. No debe sentirse centro del microcosmos del evento en cuestión. Sino únicamente el hombre herramienta -efectivo a contrarreloj- que articula en un santiamén todo el planillo ajustándose al tiempo récord de diez minutos -¡la prórroga es innegociable con arreglo a la puntualidad!-. Hago un alto en el camino y prosigo el próximo viernes…
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