
Marco Antonio Velo
Jerez: Domingo de Ramos de 1945 (y II)
Tierra de nadie
Imaginen un laberinto, por ejemplo aquel de cristales que traían los feriantes cada año a la “calle del infierno”. Era tiempo de infancia, recuerdo lo mucho que me gustaba entrar en él para adivinar el “vértigo” de sentirme perdido, sabiéndome no estarlo. Papá estaba fuera, esperándome, yo lo veía desde dentro, él lo hacía conmigo desde fuera; sabía que si no encontrase la salida, él vendría a guiarme: probaba la sensación de acercarme al miedo sabiéndome a salvo de él.
Una de las veces que estaba dentro, buscando el modo de salir, me di cuenta de que si en lugar de mirar las paredes de cristal, que burlaban mis intentos, lo hacía hacia el suelo, la cosa cambiaba: los cristales te engañaban, era su cometido, no sabías si había uno delante o podrías caminar por aquel pasillo que se abría frente a ti; pero al mirar al suelo me di cuenta de que se distinguía, sin lugar a dudas, cuando una lámina de cristal se apoyaba sobre él o cuando el paso estaba franco, la línea de unión entre el suelo y el cristal lo delataba.
Muchos años después de aquello, disfrutaba enseñándole a mi hija el truco que, de niño, había descubierto. Ahora, si ella quisiese salir del laberinto, sabría cómo hacerlo sin chocar contra ninguna de las paredes de cristal ¿ Qué pensaría usted, apreciado lector, si le dijese que mi hija, en lugar de hacer uso de la información que le facilité, continuase buscando la salida sin mirar al suelo para distinguir dónde había obstáculo y donde no, tropezando muchas veces contra las láminas de vidrio?
Ahora, imaginen que en lugar del inocente laberinto de feria, nos encontrásemos en otro mucho más siniestro, por ejemplo el que, cuenta la mitología, Dédalo construyó en la isla de Creta para esconder allí al temible Minotauro. Ya sabe el lector que quien se perdiese por sus interminables vericuetos y tuviera la desgracia de topar con el híbrido de gigante y toro, era muerto por éste de inmediato. Supongan que, condenados a ser uno de los catorce jóvenes que cada año eran entregados en sacrificio e introducidos en el laberinto para ser devorados por la bestia, alguien les confesase una posible manera de dar con la salida. La lógica, y la razón también, nos dice, a usted y a mí, que cualquiera en esa situación haría uso de esa información para tratar de salir de allí antes de que el monstruo acabara con su vida. Sin embargo, en la el laberinto que es la vida, mucho más determinante y esencial que el de feria y tan real como lo pueda ser la misma vida, lejos del mito cretense con el que terminó Teseo, no lo hacemos: no hacemos uso de los conocimientos que otros nos dieron y tenemos a nuestro alcance, útiles e indispensables para superar enredos, falsedades, confusiones, vanidades, soberbias y deslealtades, y poder salir del maldito laberinto en el que poco a poco nos asfixiamos cada día. Así de inconmensurable es la estupidez que nos condiciona.
Si leemos a los que escribieron, desde hace veintisiete siglos -unos 2.700 años- hasta nuestros días; desde Tales de Mileto, considerado el primer filósofo, hasta el último de los relevantes pensadores, pasando por Heráclito, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Séneca, Averroes, Marco Aurelio, San Agustín, Santo Tomás, Maquiavelo, Erasmo, Montaigne, Descartes, Spinoza, Kant, Nietzsche, Schopenhauer, Hegel, Kierkegaard, Heidegger, Husserl, Freud, Camus o Sartre, entre muchos otros; el mensaje, también entre otros muchos, es el mismo: la inalterable infinitud de nuestra estupidez, lo que podemos y no hacemos, lo que conseguimos y echamos a perder, la inexplicable necedad que nos empuja a tropezar innumerables veces con la misma piedra: una y otra y otra vez más.
Volviendo al mitológico laberinto del Minotauro, es como si, existiendo probabilidad de hallar una salida, nos empeñásemos en deambular sin criterio fijo y presas del terror por sus tenebrosos pasadizos, hasta que la bestia, que sin remedio terminará por encontrarnos, acabe con nosotros.
Es, también, como si en aquel inofensivo laberinto de feria, mi hija se obstinase en adivinar, mirando con fijeza, donde habrá una pared de vidrio y donde un hueco por el que poder pasar, teniendo al alcance de su mano el medio parar avanzar sin tropiezos que su padre, hace mucho tiempo, descubrió y le transmitió para su mejor conocimiento y mayor sabiduría, pues no hubo otro propósito en la enseñanza.
Lo absurdo no es el laberinto, es el hecho de no salir de él teniendo la posibilidad para hacerlo, esto es lo absurdo.
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