Me gustan los libros nuevos. Me gustan su olor y el crujido de su papel impecable. Me gusta observar si se han cuidado los detalles, sus ilustraciones y su tipografía. Me gustan, especialmente, porque prometen lo desconocido y me invitan a la incomparable aventura de convertirme en otra persona por unos días. Pero también me gustan los libros viejos y antiguos e incluso esos que a veces llaman "de ocasión" -que ignominioso insulto-, aunque se trate de "La Eneida" de Virgilio o "La Cartuja de Parma" de Stendhal. Suelen venir estos de la limpieza impúdica de algún almacén editorial, maniobra mágica del destino por la que un clásico de la literatura pasa a costar tres euros. Y suelen venir aquellos del descuartizamiento de alguna biblioteca personal efectuado por la mano firme de unos herederos que, ahora, en el moderno ático, ya no tienen sitio para la biblioteca del abuelo. En este caso, curiosamente, me gustan por todo lo contrario: porque regresan del pasado para seguir contándome cosas interesantes y porque me siento una heroína rescatándolos de su naufragio vital.

Hace años, muchos años, en uno de esos mostradores en los que los bibliotecarios colocan los libros que expurgan por obsoletos y estropeados para que los usuarios puedan llevárselos, encontré una edición temprana y muy deteriorada de Marinero en tierra. Estaba allí, despreciada y escondida, entre manuales de ingeniería desactualizados, cuentos infantiles a los que faltaban páginas, viejos recetarios de cocina y novelas de Corín Tellado. Por su aspecto y algunas manchas de café en su interior, se notaba que el viejo libro de poemas había cumplido sobradamente con su función y solo por eso su indulto merecía la pena: el mundo es mucho mejor si se lee poesía y, sobre todo, si se lee poesía buena. Volví feliz a mi casa, que era entonces la casa de mis padres, porque tenía un libro más, era de poesía, lo había escrito Alberti y no me había costado, en el sentido literal, ni un duro.

Y cuál no fue mi sorpresa cuando al abrirlo descubrí que, entre las primeras páginas, aún un poco pegajosas, también estaba la firma del propio Alberti y un dibujo de su mano con el que había dedicado el ejemplar a un tal Pedro García Morales. Averigüé entonces que García Morales había sido un onubense ínclito de esos que, sin embargo, olvidamos para dar paso a otra gente mucho más gris; que había sido un hombre culto, escritor, poeta, músico y compositor reconocido; que había desarrollado buena parte de su vida profesional en el Reino Unido, pero que estuvo estrechamente vinculado a su Huelva natal y a los ambientes excelsos de la Generación del 27, de donde debió de nacer su amistad con Alberti, Lorca y Juan Ramón.

Quien tiene un libro, tiene un tesoro: Alberti regalando su libro; el dibujo inocente que brota de la pluma; el amigo músico que lee lejos, emocionado, los poemas. Para ser plenamente feliz, solo necesitaría saber si alguno de ellos fue quien se tomó el café.

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