Dentro de mis muchas rarezas, delirios y manías, tengo una que lleva a mi lado desde que era un niño, y es la de mojarme bajo la lluvia.

Lo reconozco. Me gusta empaparme. Me siento feliz bajo una manta de agua caída del cielo. Me siento pequeñito y vulnerable entre tantas gotas de agua sin dueño.

Y si a esa sensación le sumas el que una mañana de mayo te pille un llanto del cielo mientras sales a trotar temprano por los alrededores de tus preocupaciones, el antojo se multiplica por mil al juntarse dos necesidades vitales.

Porque me he dado cuenta que necesito escuchar ese canto de las aves despertando a la mañana. Ver a ese sol embebido de luz besando a las nubes. Contemplar a esa soledad que se queda a dormitar en las calles mientras me ando peleando con el mundo, le ando recortando segunderos a mis miedos y me voy dejando claro en cada zancada que voy dejando atrás que tengo cuatro décadas sobre mis espaldas y que estoy mayor para ciertas cosas.

Pero soy libre cuando llueve. Y cuando me calzo mis deportes; al igual que ante un folio en blanco, o llorando por lo bajini o guardando silencio.

Y esa libertad que macera mis suspiros en estos días de confinamiento la perseguiré el resto de amaneceres que me queden por vivir sobre esta tierra.

Y al ver llover, sonreiré entre sonrisas sin eco recordando las veces que regresé a casa calado hasta los huesos.

Y dibujaré sobre un cristal empapado de agua garabatos de tiza, tal y como hice una vez sobre una espalda de latidos.

Que curioso... está mañana iba a ajustar cuentas con la vida con un teclado de por medio, y es la vida la que me ha dado una guantá sin manos…

Le ha bastado -simplemente- con ponerse a llover.

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