
Crónica personal
Pilar Cernuda
Y encima, cartita
Postrimerías
En un sentido apenas figurado, lo más valioso de la humanidad está en los niños y nunca son mejores los adultos que cuando se relacionan con ellos, contagiados de sus risas francas y de su maravillosa inocencia, de su curiosidad omnímoda e inagotable, de su lenguaje básico pero sorprendentemente creativo, de su visión inaugural y medio mágica del mundo. Se ha dicho muchas veces de distintas maneras: el territorio de la infancia –no tiempo sin tiempo, sino sin historia, porque sus interminables horas tienen la cualidad del mito– es la verdadera patria y la única geografía que permanece como un espacio que se aleja y a la vez se acerca, cada vez más difuminado pero también más concerniente, de una misteriosa forma que suspende la conciencia y restituye esa edad primordial en la que el individuo, progresivamente instalado en su singularidad, aún no se ha diferenciado del medio. Los psicólogos, los médicos, los antropólogos o los historiadores –aunque siempre igual a sí misma, la infancia y el modo en que ha sido entendida por la comunidad habla también de cómo son las sociedades– tienen las herramientas para objetivar estas reviviscencias que encontramos asimismo en los pensadores o los poetas, pero cualquiera que no las haya bloqueado puede sentir las pulsaciones del origen. El retorno inconsciente sucede de modo impremeditado, pero hay que haber conservado algo. La luz de las viejas fotografías, con su grano espeso y su color ligeramente irreal, sugiere esa sustancia mítica que en virtud de un raro deslizamiento se traslada a veces al presente y le imprime una pátina inmemorial, aboliendo el tiempo y sus injurias. Como los ancianos que en las postrimerías preguntan por sus madres o sus antiguos compañeros de juegos, conversando con personas que ya no existen pero siguen vivas en el recuerdo, un recuerdo definitivamente emancipado de la realidad en la que están y no están quienes van despidiéndose del mundo y antes de abandonarlo vuelven a ser niños, así los adultos de cualquier edad se descubren en ocasiones transportados al pasado remoto. Hay días en los que esa luz se filtra en el ahora y por unos momentos nos sentimos rehabitados por los niños que fuimos, no porque nos vengan a la memoria episodios concretos ni nada en particular. De una manera inexplicable, sobreviene una sensación de plenitud que va más allá del entendimiento y comprendemos que hemos vuelto adonde estuvimos. Nos quedamos en blanco y la secuencia se interrumpe y ese ahora inconmensurable lo llena todo. Sólo cuando se disipa el hechizo volvemos a los cuerpos fatigados y las mentes llenas de cosas, para continuar la vida y su irreparable historial de pérdidas.
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