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UNO de los escritores de novelas con los que más me identifico, y admiro, fue Ernest Hemingway. Sus cuentos, salvo excepciones, no me parecen tan buenos, pero sus novelas …. ¡excelsas!, algunas de ellas, auténticas e irrepetibles obras de arte, en mi opinión.
Coincido con muchas, no con todas, de sus aficiones y algunas de sus pasiones: la buena mesa y el buen vino, el tabaco, los viajes, la caza, la escritura y la soledad. Su forma de “decir …” , su modo de escribir …, consigue plasmar trozos de impactante realidad en humildes pedazos de papel. Su pasión por vivir hizo que su vida lo fuese, a pesar del final con el que decidió despedirse de ella.
Son muchas las frases ingeniosas, innumerables los aforismos y copiosas las sentencias que cada lector puede extraer, conservar y recrear, de la lectura de sus novelas, y sin embargo, a pesar de haber leído todas sus obras, es un dicho suyo, que no está en ninguna de ellas, con el que tengo el placer, y el honor, de recordarle, diría que casi cada uno de mis días.
“Vivimos la vida como si tuviésemos otra en la maleta”, es la genialidad a la que me refería: simple pero profunda, escueta pero intensa, brillante, cierta, irrefutable e … inquietante.
No basta, como suele suceder, con leer, hay que detenerse en las palabras, pensar en lo que, quien las escribió, trató de comunicarnos, y luego, meditar sobre qué es lo que nosotros sentimos después de recibir e incorporar, o no, a nuestro acervo particular, los pensamientos del autor.
Es complicado, y bastante espinoso además de preocupante e incluso intimidatorio, dedicar tiempo suficiente a pensar sobre la vida, nuestra vida: lo que supone, sus causas, motivos, razones … su origen, intermedio, pausa y final …
Somos lo que vivimos -a efectos prácticos y sin entrar, ahora, en disquisiciones filosóficas más profundas-. El mundo que “conocemos”, es el que percibimos -dejémoslo, repito, en esta ocasión así-: las otras personas, las cosas, los colores, las sensaciones, el frío, el calor, la distancia, el espacio, la masa, el tiempo … Detener la mente e invitarla a pensar sobre todo esto, hizo nacer la filosofía, pero hoy no estamos aquí parar adentrarnos por esos apasionantes senderos. No obstante, si no pensamos, siquiera un poquito cada día, muchos de los grandes placeres a los que podemos aspirar, más allá de los meramente corporales o materiales, quedarán fuera de nuestro alcance y disfrute. Así que vamos con ello.
La muerte nos inspira temor. En parte irracional: por atavismos, creencias, religiones y oscuridades varias; en parte comprensible: por miedo a lo desconocido, por quedar fuera de nuestro alcance, por “inadmisible”, y por inevitable también. La muerte es el final, y nadie sabe si después del final lo que hay es la nada, o sea: el final, o no. La Fe ayuda, y la Esperanza consuela, pero esta, con todo respeto, es otra historia.
Sentimos la vida como un elástico que se estira, pero que no se encoje, y no es así: no se encoje, pero tampoco se estira. Percibimos la muerte como siempre lejana, y no tiene por qué serlo. Pensamos en una realidad que queremos dar por segura pero que puede llegar a no ser cierta; nos vemos crecer, ser padres, llegar a abuelos … pero es posible que no alcancemos ninguno de estos estadios. Sabemos que el fin, sea definitivo o no, estará ahí para todos, pero no vivimos como si así fuese.
Cuándo nuestro tiempo deje de serlo, instintivamente miraremos la maleta, la abriremos y veremos que está vacía: no hay tiempo que añadir … no hay más …
No es un día más, cada uno de los que vivimos, es uno menos. Nada nos puede regalar los que hayamos desatendido y nadie nos puede devolver los que hayamos perdido; tampoco los encontraremos en esa maleta que llevamos, cuándo queramos abrirla, parar comprobar que el vacío que la ocupa es el que permitimos que ocupase alguno de nuestros días.
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