
La colmena
Magdalena Trillo
Moreno de playa
EL presidente Zapatero ha pronunciado en Ginebra una encendida defensa "de la protección de la vida, de que los estados respeten hasta el último instante la vida de todos y cada uno de sus conciudadanos". Una coincidencia significativa ha hecho que estas bellas palabras se pronunciaran sólo unas horas después de conocerse la muerte, por huelga de hambre en defensa de la libertad de expresión, del disidente cubano Orlando Zapata, y que, precisamente esa misma mañana, en el Congreso español se estuviera dando luz verde al Decreto que establece que determinada forma de matar no es delito. Un hombre muerto por defender la libertad de las ideas, miles de nascituri que morirán porque alguien ha decidido que esas muertes sean impunes, ¿cómo se compagina esto con la retórica altisonante del respeto, por encima de todo, a la vida de todos y cada uno de los ciudadanos?
No quiero entrar en consideraciones de tipo moral ni ético, porque sería una pérdida de tiempo inútil. Ni tampoco entraré en una polémica -que sería perfectamente lícita- de porqué no dar al niño ibérico aún no nacido la consideración de especie protegida, habida cuenta de que la tasa española de natalidad es tan baja que corremos el peligro de perder, en el plazo de 50 años, nuestra identidad cultural como nación. Lo menciono, pero no me detengo en ello. Lo que, como ser pensante, colma mi preocupación es la constante contradicción interna de las posturas de los poderes públicos. No consigo salir de mi asombro al constatar que pueden estar, simultáneamente, a favor de la vida y a favor de la muerte, a favor de la libertad y a favor de regímenes opresores. En el primer caso, la diferencia entre la vida y la muerte se basa en la cronología -matar se convierte en crimen a partir de las 22 semanas y media de gestación; antes, es un glorioso ejercicio de democracia-. En el segundo, todo depende de la ideología del régimen opresor: lo que es, si no encomiable, al menos perdonable en el régimen de Castro, sería un crimen asqueroso en el de Pinochet.
¿Hacia dónde caminamos? ¿Es que nadie se quiere dar cuenta del daño, quizás irrecuperable, que se está infligiendo a la sociedad? ¿Es que los que nos gobiernan -me resisto a llamarles "gobernantes": sería conferirle entidad a una circunstancia tan sólo accidental, y, al menos eso espero, efímera- no se dan cuenta de que son el espejo del pueblo llano, de ese buen pueblo que todo se lo traga y todo se lo cree, porque le llega a través del oráculo televisivo? No es de extrañar que el ciudadano de a pie, esa pobre víctima de la Logse a la que no se le ha proporcionado la clave para que ponga en marcha la máquina de pensar, se debata en una ciénaga pantanosa de palabrería contradictoria, con los límites desdibujados por vagas consideraciones que mezclan un buenismo sin límites -sin limites verbales, quiero decir- con esperanzas utópicas y reivindicaciones que son la apología del resentimiento. Y así, triste botón de muestra, una señora que tiene un embarazo deseado, cuando se le dice que es gemelar, se va al día siguiente a abortarlos, porque no entra en sus planes tener dos. Y tan sólo un mes más tarde, decide empezar de nuevo, y acude otra vez al médico para ver si continúa o no. La ecografía confirma que es uno solo: por serlo, se ha salvado. Y la futura madre se va tan contenta a su casa. No se ha dado cuenta de nada, no tiene conciencia de pecado, nada le dice qué va mal. Se limita a hacer, al pie de la letra, lo que le han enseñado que es el ejercicio de su libertad y el disfrute de sus derechos.
Al comienzo de "La tierra desolada", el poema en el que T.S. Elliot describe la desesperanza y la oscuridad del fin de la primera guerra mundial, se cita que cuando le preguntaban a la Sibila de Cumas qué es lo que quería, la Sibila contestaba llorando: "Quiero morir". Era la profetisa. Podía ver el futuro. Y quería morir.
Espero que aún sea tiempo de rectificar.
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